Por Julieta Ogando
Andrés Paredes
Museo Sívori
11 sept 2025
Entre raíces suspendidas y estrellas fugaces, Andrés Paredes convierte el Museo Sívori en una selva cósmica: mitología guaraní, barroco mestizo y materia vibrante como brújulas para volver a habitar el mundo.
¿Cuánta tierra cabe en un puño? Lo suficiente como para contener un territorio entero: raíces, memoria, desarraigo, futuro. Andrés Paredes inaugura su muestra en el Museo Sívori con esa pregunta mínima y telúrica, y lo hace como quien abre la mano para mostrar que no hay gesto más íntimo ni más político que aferrarse a la tierra colorada de donde viene.
El título —tomado de un poema de Herib Campos Cervera— ya no se lee como simple metáfora de nostalgia, sino como contraseña de pertenencia. El puño cerrado conserva la humedad del suelo, la fragancia de la yerba mate, la obstinación de las hormigas, la memoria de los ríos. Y en ese gesto está también la violencia del desarraigo: lo que se pierde cuando se parte, lo que duele cuando el origen queda detrás.
Paredes trabaja desde la cosmovisión guaraní, donde cielo y tierra no están separados, donde lo visible y lo invisible se abrazan como ramas del mismo árbol cósmico. Allí lo efímero no es amenaza, sino ciclo; la fugacidad de la vida humana no se piensa como carencia, sino como estímulo para vivir en armonía con el entorno. El artista lo convierte en materia sensible: arcillas, pigmentos naturales, mariposas disecadas después de su ciclo vital. Todo vibra con la convicción de que la materia —incluso la inerte— tiene espíritu, agencia, poder de transformación.
Más que una exposición, Un puñado de tierra se presenta como un ensayo de espiritualidad material: un modo de recordarnos que el arte puede volver permeable lo que la modernidad endureció, y que todavía se puede habitar el mundo con la delicadeza de quien sabe que el suelo bajo los pies también respira.
Comienzos: raíces y semillas
La muestra abre con un suspenso literal: esculturas colgantes de raíces monumentales, suspendidas en el aire como si esperaran todavía encontrar un suelo donde anclarse. No hay aquí metáfora tímida: son raíces de gran escala, cuerpos fibrosos que cargan semillas ocultas, tesoros en pausa que aguardan su momento de germinación.
La escena recuerda que todo inicio es un intervalo. La semilla, antes de ser árbol, es un secreto enterrado; y la raíz, antes de nutrir, es una promesa de arraigo. Paredes convierte ese proceso en imagen palpable: lo que cuelga no está “desarraigado” en clave negativa, sino a punto de elegir dónde plantar su historia.
El guion de sala insiste en el recorrido como un ciclo vital. Estas piezas iniciales no son solo un prólogo: son la primera estación de un viaje que, más adelante, volverá a cerrarse en Volverse tierra. Como variaciones musicales, diría Sandra Juárez, cada obra repite un tema base —la pertenencia, el vínculo con la tierra— pero con modulaciones distintas.
En clave teórica, podríamos leer estas raíces con Deleuze: el devenir-semilla como tiempo en potencia, como vibración de lo que todavía no es pero insiste en ser. El tiempo de germinación —esa espera fértil— es el mismo que el espectador atraviesa al ingresar a la sala. La obra no se limita a ser observada: te pone en el lugar del brote, en el umbral de algo que apenas comienza.
El inicio de Un puñado de tierra no ofrece certezas: ofrece latencia. Y esa latencia es la mejor declaración de principios.
El cielo en la tierra
Frente a las raíces colgantes aparece el friso cósmico: Las estrellas piensan que nosotros somos los fugaces. El título ya es un golpe de humildad: mientras creemos mirar el cielo como observadores soberanos, Paredes lo invierte —son las estrellas las que nos miran, las que registran nuestra fugacidad.
El políptico se despliega como una vía láctea terrestre. En la cosmogonía guaraní, ese río celeste se llama camino del tapir (mborevi tape): un sendero ancestral que no sólo describe un fenómeno astronómico, sino un vínculo espiritual con el universo. Paredes no pinta constelaciones al estilo europeo, sino un mapa simbólico donde lo animal, lo vegetal y lo humano conviven como figuras híbridas: picaflores con alas de mariposa, sirenas fluviales, tucanes-serpientes. No es zoología fantástica, es ontología guaraní, donde todo comparte un mismo ciclo vital.
El gesto es doble. Por un lado, la pintura nos devuelve la experiencia originaria de mirar el cielo no como un espectáculo distante, sino como continuidad del suelo que pisamos. Por otro, la propia materialidad de la obra insiste en esa equivalencia: acrílicos y pigmentos con tierra colorada que literalmente hacen descender las estrellas a la superficie.
En la sala, la obra no se limita a la vista: se expande en aroma y tactilidad. Bolsitas de nendo dango (bombas de arcilla con semillas nativas), yerba mate y lavanda acompañan el recorrido. El cielo huele a monte y a cosecha: la constelación germina en la nariz y en las manos.
Leer esta pieza con Benjamin ayuda: si el aura del cielo parecía inalcanzable, aquí se imprime en la tierra como gesto aurático renovado. Y también con Deleuze: la imagen-tiempo suspendida, un presente que germina más allá de la cronología.
El friso no es una ventana al cosmos, es un recordatorio de que el cosmos ya estaba en la tierra. Y que nuestra fugacidad, vista desde allí, no es tragedia, sino ritmo.
Mapas de agua y oro
En el fondo de la sala, un resplandor dorado se abre como cartografía personal: El oro de los sueños. No es el oro de las minas ni de las coronas, sino el de los ríos que atraviesan el continente y desembocan en el Plata. Un mapa calado a mano, pintado con paciencia obsesiva, que convierte la geografía hídrica en joya delicada.
La obra opera con una ironía sutil: lo que históricamente fue codiciado y saqueado en América no eran tanto los cauces como los metales que dormían bajo ellos. Aquí Paredes invierte el signo: la verdadera riqueza no está en el oro sólido, sino en la fluidez del agua, en la red que conecta territorios, lenguas y pueblos.
El dorado, color de lo sagrado en el barroco, se vuelve aquí lenguaje de abundancia natural. Como si el artista reclamara la palabra “oro” para nombrar aquello que sostiene la vida y no la expolia. En clave panofskiana, la iconología se desplaza: del tesoro celestial de los retablos coloniales a la cartografía sensible de los ríos.
Hay en este calado una delicadeza que es también resistencia: los bordes filigranados recuerdan que el agua es frágil, que el cauce puede interrumpirse, que el río se defiende menos con diques que con cuidado. Y sin embargo, la escala de la pieza (150 x 210 cm) la convierte en un mural silencioso: imposible no enfrentarse al mapa como a un espejo ampliado de nuestra propia precariedad hídrica.
Paredes, que nació en Misiones, vuelve a decirlo con imágenes: el oro no está en el lingote, sino en el agua que corre. Y ese oro no se acumula, se comparte o se pierde.
Materia vibrante / La gruta
El recorrido se interna en una penumbra cálida: Materia vibrante. Una gruta de paredes rojizas, construida con apliques de rocas, caleidoscopios incrustados, estructuras metálicas recubiertas con papel y cemento. Todo retroiluminado: como si la tierra misma hubiera encendido sus entrañas.
El efecto es doble: por un lado, la cueva remite a lo arcaico, a ese lugar donde los humanos aprendimos a pintar, a refugiarnos, a narrar. Por otro, los cristales que brillan en su interior no son producto de la explotación minera, sino de un procedimiento artesanal y químico que Paredes desarrolla en taller. Cristales cultivados, no extraídos: laboratorio en vez de saqueo. El simulacro funciona como crítica y como alternativa: parece un yacimiento, pero es un acto poético contra la violencia extractivista.
El título nos da la clave: la obra alude directamente al libro de Jane Bennett Materia vibrante. Una ecología de las cosas, donde la filósofa propone un materialismo vital que disuelve las fronteras entre lo humano y lo no humano, lo orgánico y lo inorgánico. Paredes encarna esa tesis en experiencia sensorial: las piedras palpitan, la materia inerte actúa, el espectador se enfrenta a la posibilidad de que todo —minerales, arcillas, luces LED— participe del mismo pulso vital.
La gruta, además, opera como metáfora interior. No sólo ingresamos a un espacio físico, sino a un estado anímico: un acuerdo entre la sombra y el propio inconsciente. La cueva se vuelve espejo: ¿qué parte de nosotros resplandece cuando se nos quiebra la corteza? ¿Qué cristales cultivamos en secreto para poder seguir habitando el mundo?
En nuestros tiempos, donde la devastación ambiental suele representarse con estadísticas y titulares apocalípticos, Materia vibrante ofrece otra vía: volver sensible lo inerte, devolver aura a lo que parecía agotado. No hay denuncia estridente, hay un resplandor lento, casi místico, que nos obliga a quedarnos quietos y escuchar lo que la piedra quiere decir.
Pinturas de la intemperie
Después del resplandor mineral de la gruta, el recorrido se abre en un corredor sembrado de pinturas que parecen respirar la intemperie. Urupe, Bases geológicas, Tentáculos de Atacama, Tintas vivas de Oberá, Relámpago endosimbiótico, Laterítica: títulos que no nombran escenas, sino procesos. Cada pieza es un ensayo de geología sensible, un registro del contacto entre cuerpo y paisaje.
La técnica es clave. Paredes abandona la destreza controlada y se entrega a lo que llama su “mano izquierda”: pintar con la torpeza deliberada de la mano no dominante. El gesto pierde domesticación, gana fisicidad. Y se apoya en materiales que no vienen de la tienda de arte sino de la tierra: pigmentos de yerba mate, urucum, hojas de mango, grafito, sales de Atacama, aguas de géiser, arcillas y yesos. No hay aquí simulacro de naturaleza: hay naturaleza transformada en inscripción.
Las superficies no buscan representar el paisaje. Lo contienen como si cada hoja de papel o cemento esgrafiado hubiera absorbido la lluvia, la erosión, la mineralización del entorno. Son pinturas que incorporan un afuera. De ahí su potencia: el color no se limita a “mostrar”, sino a “estar hecho de”.
Leerlas con Batchen puede ser útil aquí: así como la fotografía se entiende como huella de contacto, estas pinturas son huellas directas de elementos naturales. No son metáforas del territorio, son restos del territorio incrustados en la obra. Y en esa incrustación aparece también la memoria de la intemperie: la obra no oculta que el clima, el polvo y la materia viva actúan sobre ella, incluso después de colgada en sala.
El resultado es una serie de imágenes que parecen más cicatrices que cuadros. Paredes convierte la pintura en un organismo poroso, capaz de registrar tanto la fragilidad del gesto humano como la persistencia inabarcable de la tierra. Si en la entrada de la muestra la semilla latía suspendida, aquí late la erosión: la certeza de que todo lo sólido se escribe, se mancha, se transforma.
Vanitas contemporánea
El recorrido desemboca en una instalación que condensa el ciclo vital en un gesto barroco y a la vez íntimo: Volverse tierra. Mesas irregulares sostienen arcilla, tierra colorada, cráneos, vidrios de laboratorio, cuarzos y amatistas. Entre ellos, mariposas disecadas que el propio artista preparó después de que concluyeran naturalmente su ciclo vital, donadas por el mariposario de Santa Ana. Nada se extrajo a la fuerza: cada resto fue recibido como herencia.
La pieza funciona como una vanitas contemporánea. Como aquellas naturalezas muertas barrocas que advertían sobre la brevedad de la vida, pero aquí atravesada por el sincretismo guaraní-jesuítico. El cráneo, símbolo universal de lo mortal, convive con tacurúes —montículos de hormigas, donados por la Municipalidad de Apóstoles— que se vuelven emblemas de perseverancia y adaptación. La muerte no aparece como final, sino como integración en un ecosistema: cada resto enriquece el suelo, cada organismo vuelve a circular.
El contraste es sutil y demoledor. Lo que parece más mortuorio —el cráneo— es artificio, representación. Lo verdaderamente muerto en la sala es lo más frágil: la mariposa, ese polvillo tornasolado en sus alas que se resiste a desintegrarse. Barthes diría que allí está el punctum: no en la alegoría, sino en el detalle que hiere.
El uso de mariposas no es un capricho estético: es continuidad. El insecto, símbolo universal de metamorfosis, se ofrece como vehículo para hablar de lo efímero y lo trascendente. Su belleza no está en la permanencia, sino en el tránsito: vida breve que se vuelve color.
En Volverse tierra la muerte no es ausencia, sino materia. No hay apocalipsis, hay ciclo. Y en esa transformación el espectador se enfrenta a la pregunta central de la muestra: ¿qué queda de nosotros cuando volvemos al suelo? La respuesta, aquí, no es desoladora: queda belleza, queda una vibración, queda pertenencia.
Un puñado de tierra no es una exposición en el sentido clásico: es un ecosistema desplegado en sala. Desde las raíces suspendidas hasta las mariposas que regresan al suelo, Paredes propone un ciclo completo donde el espectador entra y sale transformado. La fuerza de la muestra está en su coherencia orgánica: cada pieza parece un órgano de un mismo cuerpo vivo, donde la materia respira, se erosiona y se regenera.
El logro mayor es esa mística terrestre que el artista compone sin solemnidad, con un lenguaje sensible y poético que nunca se despega de la cosmovisión guaraní. Allí la belleza no es un atributo estético, sino un estado de armonía con la naturaleza y la comunidad. En ese cruce de raíces, cosmos y materia vibrante, la muestra consigue instalar una espiritualidad que no busca trascendencia fuera del mundo, sino pertenencia dentro de él.
Si hay un punto débil, aparece cuando la alegoría se explica demasiado y amenaza con cerrar la lectura. Pero incluso en esos momentos, la experiencia sensorial —los aromas de las semillas, el brillo de los cristales cultivados, el polvillo tornasolado de un ala— devuelve misterio y abre el juego. Paredes sabe que el lenguaje curatorial puede aclarar, pero son los materiales los que conmueven.
Lo más valioso, sin embargo, es la ética silenciosa que atraviesa la muestra: mariposas recolectadas sólo después de morir, tacurúes donados, cristales cultivados en lugar de extraídos. La estética no se divorcia del procedimiento, belleza y cuidado se vuelven una misma cosa.
Hoy en día el arte ecológico suele caer en la consigna, pero Paredes logra un equilibrio raro: decir sin subrayar, mostrar sin predicar. Sus obras funcionan como cantos rodados en el cauce de la memoria: pesan, brillan, se dejan llevar.
Se puede vivir sin volver a tocar la tierra. Pero después de esta muestra, ¿para qué?