Por Julieta Ogando
Pablo Siquier
Galería Ruth Benzacar
10 sept 2025
Ramas que recuerdan el bosque (y el espejo que falla)
¿Estamos viendo árboles, o el recuerdo de todas las ramas anteriores de Pablo Siquier? El texto de Pablo Katchadjian que acompaña la muestra propone un loop: rama, árbol, bosque, rama otra vez. Y como todo loop, no hay salida lógica, solo la velocidad de la especulación: si se acelera lo suficiente, todo se funde en una sola imagen. Entonces, el árbol es bosque, la rama es árbol, y la mirada se enreda con el espejo. Quizás el verdadero obstáculo no sea que el árbol nos tape el bosque, sino que el espejo, ese viejo aparato de representación, nos impida ver lo que tenemos delante. Y ahí, Siquier aparece con la ironía de su propio título: No sé qué sentir.
La sala de Ruth Benzacar organiza el dilema en dos registros: dibujos de árboles pequeños, hechos con mano directa y fascinación inmediata, y óleos de gran escala que, aunque ya no figuren troncos ni follajes, parecen arrastrar en su espesor esa memoria vegetal. Los árboles son íntimos, casi de cuaderno, donde la línea tantea densidades y velocidades. Las pinturas, en cambio, imponen una coreografía monumental: tramas, torsiones, superficies mimbreadas que envuelven al espectador en un espacio sin salida. Lo pequeño se mira con los ojos; lo monumental se atraviesa con el cuerpo.
Hay algo casi perverso en que un artista que se volvió sinónimo de retícula ortodoxa, de geometría rigurosa y abstracción controlada, ahora se deje guiar por la fascinación de dibujar árboles. Pero esa es precisamente la jugada. Las ramas, como en un rizoma deleuziano, se expanden sin jerarquía ni centro: no ilustran, diagraman. Lo que antes era cuadrícula ahora se deshace en mimbre, se vuelve trama viva que recuerda su propio pasado. Y en ese pasaje, los óleos logran algo que Michael Fried habría celebrado: absorben nuestra atención sin teatralizarla, sin pedir permiso ni guiñar el ojo al espectador.
En el recorrido apareció una confesión compartida: “Los artistas siempre cantamos la misma canción”, le recordaron Chiachio & Giannone a Siquier. Y esa frase quedó flotando en la sala como declaración de método. Porque aunque cambiemos de soporte, de escala o de artificio, siempre volvemos al primer amor: esa obsesión inicial que nos define y nos persigue. Lo demás son variaciones, maquillajes, desvíos. En la obra de Siquier, esa canción se escucha en las ramas que se repiten, en las tramas que se transforman, en la fidelidad a un problema que nunca se abandona. Y lo que podría sonar a reiteración se convierte, más bien, en persistencia: la insistencia de que todavía hay algo por decir en la misma forma.
Katchadjian plantea otra paradoja: ¿cómo seguir viendo árboles sin que los dibujos de árboles los tapen? Ese cortocircuito es el centro de la muestra. La representación se quiebra porque lo que promete mostrar, al mismo tiempo, vela. Los árboles dibujados no permiten ver los árboles reales; los óleos monumentales no muestran ramas pero vibran como si las contuvieran. El espejo falla, y en ese fallo aparece la obra.
Tal vez de eso se trate: de una ecología de la atención en tiempos de scroll. Los dibujos funcionan como diagramas de cómo miramos: del detalle puntual al patrón repetido. Y los óleos, con su materia densa y lenta, interrumpen el vértigo digital para recordarnos que aún podemos perdernos en un espesor de óleo, sin timeline que rescatar.
La apuesta de Siquier no es inocente. Podría haberse quedado en el virtuosismo de la retícula, en el confort de lo reconocible. En cambio, eligió el riesgo de la literalidad vegetal y lo sorteó con inteligencia: los árboles son excusa, detonante, memoria, nunca ilustración. Esa es la coherencia del salto de dibujo a pintura: un mismo sistema que se bifurca en escalas y soportes.
El título de la muestra, No sé qué sentir, suena a declaración de época, pero también a trampa. Porque en el fondo sí sabemos: sentimos el tironeo entre la fascinación y el espejo, entre la rama y la trama, entre el bosque y la pintura. Y al salir de la sala, la advertencia de Katchadjian se convierte en dardo: que los kilos de óleo no te impidan verte mirando los árboles… ni reconocer de qué bosque venís.
Volver a lo básico como gesto contemporáneo
De las ramas al florero: otra sala en Ruth Benzacar
Dos salas, dos artistas (o mejor dicho, una dupla + un solista), dos problemas distintos. Y, sin embargo, una misma intuición: volver al dibujo y la pintura no es refugio reaccionario, sino heterodoxia en tiempos de sobreabundancia.
Pablo Siquier, después de décadas de retículas perfectas y geometrías implacables, se detiene a dibujar árboles. No como ilustración, sino como sospecha: ¿qué pasa si el espejo de la representación falla? De los cuadernos íntimos saltan a los óleos monumentales, donde la retícula se desarma en trama viva. Su gesto “conservador” —seguir insistiendo en el óleo, en la línea, en la escala— se convierte en resistencia frente a la transparencia ilusoria de la imagen digital.
Chiachio & Giannone, por su parte, regresan al barroco neerlandés de las naturalezas muertas para reescribirlo en clave latinoamericana. Donde antes hubo tulipanes coloniales, ahora aparecen motivos comechingones; donde antes hubo óleo imperial, ahora hay gouache doméstico. Su apuesta por la factura manual —trabajar sobre mesa, disolver la autoría individual— es también una crítica a la productividad despersonalizada de nuestro presente.
Ambas exposiciones dialogan con la misma paradoja: que lo “clásico” puede ser más disruptivo que lo “nuevo”. En días que exige novedad constante y soportes espectaculares, Siquier se aferra al espesor del óleo y Chiachio & Giannone al pigmento opaco. Y en ambos casos, la decisión resulta política: volver a lo básico es, en realidad, desafiar la lógica de la inmediatez.
Hay, además, un eco generacional y ecológico que los atraviesa. Siquier lo formula como un problema de representación: ¿cómo seguir viendo árboles sin que los dibujos de árboles los tapen? Chiachio & Giannone lo llevan al terreno del colapso: ¿cómo seguir apreciando flores cuando sabemos que la naturaleza no da más? En un caso, el espejo que falla; en el otro, la abundancia que ya no alcanza.
Al salir de Ruth Benzacar, la sensación es clara: no estamos ante dos exposiciones que miran al pasado, sino ante dos gestos que piensan el presente con materiales “viejos”. Y esa es, quizá, la lección más contemporánea de todas: que la pintura sigue siendo un lugar de fricción, y que hasta un florero puede ser un manifiesto.