Por Julieta Ogando

Refugio

Refugio

Refugio

Chiachio & Giannone

Galería Ruth Benzacar

11 sept 2025

Eterna primavera, factura humana: barroco neerlandés con acento comechingón

En 2018, Chiachio & Giannone sentenciaron: la naturaleza quedará reducida a un florero. Era una exageración barroca, sí, pero como toda buena exageración, resultó profética. Siete años después, su muestra en Ruth Benzacar se titula Refugio, y lo que despliegan ya no son floreros decorativos, sino una especie de pulmón artificial: imágenes de abundancia que, paradójicamente, respiran catástrofe.

La operación es astuta. Tomar como modelo las naturalezas muertas flamencas del siglo XVII —esas que celebraban la expansión económica neerlandesa a fuerza de tulipanes exóticos, comercio de esclavos y bodegones imposibles de reunir en la vida real— y ponerlas a funcionar en pleno colapso ecológico del siglo XXI. En los viejos ramos de Brueghel o Bosschaert, las flores florecían todas a la vez, aunque provinieran de estaciones distintas. Un artificio pictórico que disolvía la temporalidad agraria en una abundancia imperial. En Refugio, esa lógica vuelve, pero invertida: la eterna primavera de Chiachio & Giannone ya no oculta riqueza, sino precariedad.

El gouache reemplaza al óleo. La opacidad del pigmento, los brillos esquemáticos, los bordes nítidos: todo el artificio está a la vista. No se trata de engañar al ojo, sino de subrayar la factura humana de la cita. Y en ese gesto hay una declaración política: no reproducir la ilusión naturalista, sino mostrar el trabajo como resistencia. Lo dijeron en la charla: trabajan “sobre la mesa”, no más sobre caballete, porque su práctica es siempre colectiva, horizontal, casi doméstica. La autoría compartida —esa firma que disuelve el morbo de saber quién hizo qué— se vuelve un método de deshabituar la mirada.

Y cuando los ramos barrocos ya parecían agotarse en su propio exceso, aparece el golpe inesperado: entre flores y hojas irrumpen motivos comechingones. Cerámicas, tramas indígenas, fragmentos que son homenaje familiar y, al mismo tiempo, gesto decolonial. La flor imperial que antes venía de las colonias, ahora se injerta con símbolos del territorio que había sido silenciado. El linaje de Leo, hecho imagen, perfora el espejismo porteño que todavía fantasea con ser París o Miami. De pronto, la mesa de los bodegones flamencos tiene las patas hundidas en Abya Yala.

La paradoja es deliciosa: el género de la naturaleza muerta, que eliminaba radicalmente la figura humana, aquí funciona como refugio personal de una dupla que no puede dejar de bordar su propio autorretrato. Los artistas lo saben y se ríen: incorporan incluso los dibujos preparatorios, como si la trastienda se filtrara en el salón principal. Es, otra vez, una confesión de método. Mostrar la cinta, el papel arrugado, la precariedad material de los comienzos. Una pedagogía involuntaria: empezar es posible, incluso con lo mínimo.

El florero barroco era vitrina de lujo; el de Chiachio & Giannone es archivo afectivo. En sus naturalezas muertas late el humor —animales fuera de escala que parecen salidos de una galera—, pero también la advertencia: el colapso ecológico no es futuro, es presente. Bajo el perfume, sudor y sangre. Bajo las flores, la pregunta incómoda: ¿cómo romper la percepción utilitaria del mundo?

El refugio de esta muestra no es un lugar seguro. Es un espacio de conciencia, un recordatorio de que el crecimiento infinito es un mito tan frágil como los pétalos pintados. Pero también es un acto de amor. Entre citas barrocas y gestos indígenas, entre pigmentos opacos y vitrinas de museo, la dupla insiste: aún podemos apreciar las flores, incluso sabiendo que están fuera de escala y de tiempo.

Podría parecer un chiste cruel —sonreír frente a la catástrofe—, pero esa sonrisa es también un arma. Chiachio & Giannone trafican color y exceso como resistencia a la fantasía colonial. Si la naturaleza quedó reducida a un florero, al menos que ese florero hable nuestra lengua.


Volver a lo básico como gesto contemporáneo

Del florero a las ramas: otra sala en Ruth Benzacar

Dos salas, dos artistas (o mejor dicho, una dupla + un solista), dos problemas distintos. Y, sin embargo, una misma intuición: volver al dibujo y la pintura no es refugio reaccionario, sino heterodoxia en tiempos de sobreabundancia.

Pablo Siquier, después de décadas de retículas perfectas y geometrías implacables, se detiene a dibujar árboles. No como ilustración, sino como sospecha: ¿qué pasa si el espejo de la representación falla? De los cuadernos íntimos saltan a los óleos monumentales, donde la retícula se desarma en trama viva. Su gesto “conservador” —seguir insistiendo en el óleo, en la línea, en la escala— se convierte en resistencia frente a la transparencia ilusoria de la imagen digital.

Chiachio & Giannone, por su parte, regresan al barroco neerlandés de las naturalezas muertas para reescribirlo en clave latinoamericana. Donde antes hubo tulipanes coloniales, ahora aparecen motivos comechingones; donde antes hubo óleo imperial, ahora hay gouache doméstico. Su apuesta por la factura manual —trabajar sobre mesa, disolver la autoría individual— es también una crítica a la productividad despersonalizada de nuestro presente.

Ambas exposiciones dialogan con la misma paradoja: que lo “clásico” puede ser más disruptivo que lo “nuevo”. En un mundo que exige novedad constante y soportes espectaculares, Siquier se aferra al espesor del óleo y Ch&G al pigmento opaco. Y en ambos casos, la decisión resulta política: volver a lo básico es, en realidad, desafiar la lógica de la inmediatez.

Hay, además, un eco generacional y ecológico que los atraviesa. Siquier lo formula como un problema de representación: ¿cómo seguir viendo árboles sin que los dibujos de árboles los tapen? Chiachio & Giannone lo llevan al terreno del colapso: ¿cómo seguir apreciando flores cuando sabemos que la naturaleza no da más? En un caso, el espejo que falla; en el otro, la abundancia que ya no alcanza.

Al salir de Ruth Benzacar, la sensación es clara: no estamos ante dos exposiciones que miran al pasado, sino ante dos gestos que piensan el presente con materiales “viejos”. Y esa es, quizá, la lección más contemporánea de todas: que la pintura sigue siendo un lugar de fricción, y que hasta un florero puede ser un manifiesto.

Esta foto captura el ambiente general del espacio de la feria MAPA durante el evento. El lugar, caracterizado por su arquitectura industrial, está lleno de asistentes que se mezclan y ven las obras de arte. La configuración incluye varias obras de arte exhibidas a lo largo de las paredes blancas de la galería, iluminadas por la iluminación del lugar, contribuyendo a un ambiente vibrante y atractivo.

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