¡DESEÁ, CREÉ, HABITÁ!

Hay muestras que invitan a recorrer un espacio, y hay otras que construyen uno. Último Amor de Verano hace lo segundo: más que una exhibición, es un conjuro. Con la curaduría de Camila Orozco Demonte, Sebastián Pannucci y Debra Pereiro Wuiovich, doce artistas se sumergen en el tejido de sus deseos y traumas, levantando altares personales que funcionan como amuletos o postales de otro tiempo. La muestra es un eco de las cosas que nos comprometen con el mundo, de esos gestos íntímos que se materializan en objetos. Esas pequeñas ficciones privadas que, cuando se comparten, revelan algo de la memoria colectiva.

El espacio de Gachi Prieto se convierte en un collage de materiales y narrativas. Ahí está Federico Kirschbaum, con su paisaje de cristal tejido, un tapiz de luz donde cada reflejo vibra con la insistencia de quien busca atrapar el instante efímero. Dominique Vispo, por otro lado, toma el vitreaux, ese dispositivo clásico de lo sagrado, y lo sube de voltaje: sus vidrios intervenidos con cianotipia y clavos nos recuerdan que toda imagen contiene un filo oculto.

En el otro extremo del espectro, Fernando Méndez Colman transforma el sueño en terreno fértil para lo extraño: Parasomnia Botánica es un almohadón-mutante, un jardín de texturas acolchonadas que atrapan al insomne junto con sus espectros nocturnos. El textil también aparece en Lucía Massolo, con su libro cosido a mano. Franco Menacho manipula el objeto del trofeo con una estética que bordea el kitsch pero con la gravedad de lo símbolico. En todos los casos, los materiales cuentan una historia.

Hay algo en la muestra que suena a despedida, no solo porque es el cierre de ciclo de los artistas y curadores en PAC, sino porque las obras parecen pulsar entre lo que se retiene y lo que se deja ir. Verónica Torgovnick pinta marea, pero también memoria: capas de acrílico y gesso que funcionan como archivo visual de un oleaje interno. Luciana Aldegani propone un mar sonoro, una instalación donde lo acuático es más evocación que imagen. Marina Peralta Ramos, en tanto, juega con la idea del recuerdo directo: su instalación Recuerdo de Mar del Plata reconfigura los objetos de un verano encapsulado en tiempo y espacio.

Hay una pulsación común entre estas obras: el deseo de fijar lo inasible, de traducir en materia algo que se descompone en el instante mismo en que lo miramos.

El destello atrapante de la superficie es un engaño: debajo hay un secreto agridulce. Último Amor de Verano nos recuerda que lo bello también duele, que los rituales nos construyen pero también nos sostienen en la fragilidad. Cada obra es una fábula en miniatura sobre el deseo de permanencia, sobre el intento desesperado de anclar un sentimiento en un objeto. Pero como todo amor de verano, también hay un adiós implícito.

En este último acto, la muestra se convierte en un manifiesto sobre la memoria y la autoficción. No se trata solo de lo que miramos, sino de lo que decidimos recordar.