Por Julieta Ogando

Fin de fiesta

Fin de fiesta

Fin de fiesta

Sara Stewart Brown

Barrakesh

jueves, 13 de noviembre de 2025

Cuando los papelitos se quedan

Hay fiestas que se recuerdan por el pico de euforia y otras por lo que queda cuando termina: vasos en el piso, luces ya sin ganas, perfume viejo en el aire. En Fin de fiesta, Sara Stewart Brown elige quedarse en ese después. Su serie “Papelitos de colores”, iniciada en 2016, se estira ahora hacia el gran formato y hacia un clima completamente distinto: menos explosión, más decantación; menos fuegos artificiales, más rastros.

La artista, formada en grabado, viene trabajando desde hace años con técnicas cercanas al papercut: pequeñas incisiones que levantan mínimas pestañas de papel, como si cada superficie estuviera a punto de liberar un paisaje microscópico. Esa genealogía sigue presente, pero aquí aparece desplazada. La muestra arma un recorrido que va del relieve casi monocromo al desborde de color, y del plano contenido al muro monumental, como si la propia serie estuviera atravesando su propio “fin de fiesta”.

Del susurro al ruido, la anatomía de los “papelitos”

Uno de los primeros puntos del recorrido es una pieza casi silenciosa: una superficie blanca salpicada de pequeñas pestañas del mismo color, concentradas en el centro y disipadas hacia los bordes. Desde lejos es una nube, un enjambre, una implosión congelada; de cerca, se vuelve pura micro–arquitectura del corte. La fiesta, acá, todavía no tiene color: es apenas un movimiento del soporte, un temblor. Es la parte que casi nunca vemos, el trabajo previo.

Más adelante, los “papelitos” se colorean, se multiplican y se enmarcan. Una hilera de cuadros cuadrados, colgados en diagonal como rombos ligeramente mareados, repite una misma escena con variaciones: en el fondo, fondo blanco y limpio; en la base de cada marco, un montoncito de fragmentos translúcidos; en el aire, algunos pocos que parecen todavía flotar. El gesto es mínimo y eficaz: la fiesta ya pasó y lo que vemos son las capas de tiempo estratificadas en cada marco. Lo que está en el piso es resto; lo que todavía flota, pura negación del final.

Las lupas dispuestas sobre una mesita funcionan como guiño y como instrucción de uso. Invitan a acercarse a esos recortes y a convertirlos en escena casi arqueológica: cada papelito es un fósil de euforia, una unidad de color que ya no grita pero insiste. A la manera de Barthes, el studium general de “alegría, confeti, celebración” se quiebra cuando la mirada se detiene en un doblez, en una sombra, en el borde imperfecto de un corte. El punctum acá no es dramático: es el pliegue mínimo que traiciona lo manual en medio de tanta prolijidad.

Explosión suspendida

El corazón de la muestra está en el mural monumental de acrílicos modelados que ocupa un paño de seis por siete metros. Desde un centro denso, las placas de colores salen disparadas en todas direcciones, escalando hacia el techo, rozando los enchufes, cayendo al zócalo. La instalación funciona como fotograma único de una explosión detenida. Hay algo de still cinematográfico: el segundo exacto en que el confeti toma el aire, congelado antes de tocar el piso.

La decisión de trabajar con acrílico translúcido desplaza el mundo del grabado hacia una dimensión casi arquitectónica. Los colores proyectan sombras teñidas sobre la pared, duplicando cada fragmento en versión fantasmática. La fiesta no es solo lo que se ve, sino también su eco óptico. La operación es simple y bastante precisa: el material barato y asociado a la decoración se convierte en un dispositivo para hablar del tiempo, de la caída y de la fatiga de los sistemas festivos.

Pero lo que evita que la pieza se vuelva pura decoración es justamente su título general: Fin de fiesta. El centro de la explosión ya no se percibe como comienzo, sino como resto extendido. Algunas placas ya están en el piso, otras parecen a punto de despegarse: el mural contiene en sí mismo su propio colapso. Los “papelitos”, en clave benjaminiana, funcionan como alegorías de ruina: lo que antes era signo de alegría ahora se vuelve índice de gasto, de consumo de energía y de afectos.

Literatura, Peralta Ramos y otras resacas

El texto curatorial menciona la lectura de Silvina Ocampo, Hemingway, Mujica Lainez, Capote, Puig como mapa de fondo. No es casual: en todos ellos el fin de fiesta es un momento cruel, donde se corren los maquillajes y quedan a la vista jerarquías, soledades y pequeñas miserias. Stewart Brown toma ese clima y lo traduce a un vocabulario visual limpio, casi higiénico. No hay borrachos ni ceniceros reventados, sino un inventario de partículas coloridas contra fondos blancos. La crudeza está en la limpieza excesiva, en ese blanco que parece querer borrar lo ocurrido y solo consigue subrayarlo.

La referencia a Federico Manuel Peralta Ramos y al célebre banquete financiado con una beca Guggenheim introduce otra capa: la del gasto como gesto artístico. Si Peralta Ramos convertía el dinero de la institución en comida compartida, Stewart Brown trabaja con billetes, metales y PVC como recordatorio del vínculo entre fiesta y economía. La fiesta cuesta, se financia, circula como promesa de felicidad. Sus restos, convertidos en obra, devuelven la pregunta por quién paga el decorado del entusiasmo colectivo.

La intervención de la fachada de Retiro con Papelitos Alu XXL lleva esa discusión al espacio urbano. El mural exterior se suma al skyline que incluye el Kavanagh, la Basílica del Santísimo Sacramento y la loma de Plaza San Martín. En ese contexto de monumentalidad patrimonial, los “papelitos” funcionan casi como una nota al pie irreverente: un gesto de color que recuerda que la ciudad también está hecha de eventos pasajeros, fiestas anónimas y microcelebraciones que nunca entran en los libros de historia.

Ver mejor, ver después

La presencia de las lupas no es solo un juego interactivo; apunta a la propia lógica de la crítica que la muestra parece reclamar. Se trata de mirar mejor lo pequeño: los dobleces, las sombras diminutas, la leve diferencia entre un papel que recién cae y otro que ya se apiló en el fondo del marco. Stewart Brown desplaza la fiesta del campo de la experiencia inmediata al terreno de la observación diferida. Ya no estamos “adentro” del evento, estamos en el momento en que alguien prende las luces y se queda mirando lo que quedó.

En ese sentido, Fin de fiesta funciona como una pedagogía silenciosa de la efimeridad. No hay discurso apocalíptico ni moralina sobre el consumo; hay un inventario de efectos formales que obligan a pensar la fiesta como máquina de producir restos. Los papelitos son a la vez residuos y protagonistas, pequeñas unidades de sentido que se resisten a desaparecer.

¿Qué queda?

La muestra consigue algo difícil: trabajar con color intenso, materiales reconocibles y gestos de cierta espectacularidad sin caer en el puro decorativismo. El riesgo está ahí (cualquier visitante podría leerla solo como “confeti gigante, qué lindo”), pero el recorrido, el uso del espacio y las operaciones de escala le dan densidad. El pasaje del relieve monocromo a la explosión de acrílicos, la serie de marcos inclinados, las referencias literarias y la intervención urbana se articulan como distintas formas de una misma pregunta: qué hacemos con lo que queda cuando el entusiasmo termina.

Fin de fiesta no clausura nada; trabaja el final como estado prolongado, como latencia. Los papelitos siguen ahí, disciplinados en marcos o pegados a la pared, recordando que toda celebración, por más luminosa que sea, acaba traducida en restos mínimos. Y que, si miramos con atención, en esos restos se juega buena parte de lo que entendemos por vida en común.

Esta foto captura el ambiente general del espacio de la feria MAPA durante el evento. El lugar, caracterizado por su arquitectura industrial, está lleno de asistentes que se mezclan y ven las obras de arte. La configuración incluye varias obras de arte exhibidas a lo largo de las paredes blancas de la galería, iluminadas por la iluminación del lugar, contribuyendo a un ambiente vibrante y atractivo.

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