Por Julieta Ogando

Felices por siempre

Felices por siempre

Felices por siempre

Samanta Abugauch

Barrakesh

jueves, 13 de noviembre de 2025

Manadas en escena

En Felices por siempre, Samanta Abugauch toma un género que podría quedar cómodamente archivado en el museo de lo decorativo ―la pintura animalista de tradición victoriana― y lo fuerza hasta el límite del colapso. En BARRAKESH, las telas llenan el espacio como si fueran un telón que se desborda: cuerpos blancos, picos rojos, huevos intactos y rotos, frutas brillantes, masas amarillas. Nada respira del todo. La escena se parece menos a un paisaje natural que a un escenario mental saturado, donde la animalidad funciona como pantalla para pulsiones bastante humanas.

La muestra, curada por Rodrigo Alonso, se organiza en tres núcleos claros: el panel monumental de cisnes (Pavlova), las cigüeñas en estado de revuelo hormonal (Felices por siempre) y una serie de gatos negros que se recuestan sobre nidos y roscas de Pascua. La tríada es precisa: reproducción, deseo y superstición, atravesadas por una misma pregunta incómoda sobre la femineidad, la infancia y las fantasías de pureza.

Pavlova: del ballet al banquete

Pavlova abre la exposición como un golpe de vista: diez metros de cisnes blancos y negros que giran, avanzan, se atacan, se rozan. La composición es centrífuga, casi barroca: diagonales que se cruzan, alas abiertas que cortan la tela, cuerpos que se montan unos sobre otros. El fondo, oscuro y viscoso, apenas sugiere un paisaje de humedales; lo que importa está adelante, donde la manada ocupa todo el aire disponible.

La pintura trabaja con una técnica académica impecable: plumas modeladas por veladuras, transiciones sutiles entre el blanco, el crema y el gris, una atención casi obsesiva al brillo en los picos y en los ojos. Pero ese virtuosismo no viene a tranquilizar nada. A medida que el ojo avanza, aparecen detalles perturbadores: nidos abarrotados, huevos a punto de romperse, frutas rojas que podrían ser postre o víscera. El título encadena de manera directa a la bailarina Anna Pavlova y al postre homónimo: cisnes y pastelería como doble fondo de una misma fantasía de delicadeza.

Abugauch se apropia de esa iconografía “elevada” del ballet clásico, con sus cuerpos disciplinados hasta la tortura, pero la devuelve como escena de exceso. Los cisnes ya no son cuerpos etéreos que ascienden a la gracia; son animales en plena fricción, atrapados en un plano sin horizonte. Si el ballet construye la ilusión de una naturaleza sublimada, la artista la vuelve a tirar al barro, o mejor, a una especie de pantano psíquico donde la elegancia y la agresión son inseparables.

Cigüeñas: el cuento infantil en versión X-ray

En Felices por siempre, la manada cambia de especie pero no de intensidad. Las cigüeñas aparecen en plena coreografía descontrolada: algunas vuelan, otras se pelean, otras parecen copular o caerse sobre los nidos. El encuadre vuelve a ser claustrofóbico; el paisaje es apenas un entramado de ramas y troncos que sostiene la puesta en escena principal: huevos enteros, huevos rotos, polluelos que asoman, restos de algo que ya fue.

Aquí la artista trabaja directamente sobre el imaginario infantil: esa historia repetida hasta el cansancio en la que los bebés llegan “traídos por la cigüeña”, fórmula higienizada para nombrar la sexualidad sin nombrarla. La tela recoge ese mito pero lo desplaza hacia una especie de radiografía brutal del “detrás de escena”: la reproducción aparece como trabajo físico, como desborde, como riesgo. Los picos rojos que se cruzan sobre los huevos funcionan casi como punzadas; la maternidad, en este caso, está lejos del remanso.

Entre el verde oscuro del fondo y los blancos sucios de las plumas, el color amarillo de los huevos y de ciertas flores funciona como alarma visual. No es casual que el cuadro oscile entre fiesta y catástrofe: hay algo de celebración de la vida, pero también una insistencia en su fragilidad. La promesa del título de la muestra, “Felices por siempre”, se desplaza hacia un territorio donde el “para siempre” tiene más de pulsión de muerte que de final de cuento de hadas.

Gatos negros, dulces y restos

El tercer grupo de obras parece, en un primer vistazo, un descanso: gatos negros recostados sobre nidos, flores y roscas de Pascua. La superficie está más calma, el formato es menor, el fondo menos saturado. Pero la tranquilidad dura poco. El contraste entre el pelaje oscuro de los gatos y los colores casi de vidriera de confitería de los dulces produce una tensión rara: ¿es una naturaleza muerta, un altar doméstico, un bodegón de supersticiones?

Los gatos, tradicionalmente asociados a la mala suerte, son aquí la figura más cercana al autorretrato: el “bebé de la artista”, su doble, su testigo. No hay humanidad visible en ninguna de las telas, pero la presencia de este alter ego felino desplaza el conjunto hacia el autorretrato emocional. Es como si la artista se dejara ver desde el interior del cuadro, no como sujeto controlador de la escena, sino como animal que descansa en medio de un paisaje saturado de signos de fertilidad, fiesta y sacrificio.

En términos de lenguaje pictórico, estas obras acentúan la dimensión de “escenografía mental”: la precisión de los objetos ―los huevos, los bizcochos, el chocolate― convive con fondos menos definidos, húmedos, casi abstractos. Esa fricción entre detalle casi fotográfico y ambigüedad atmosférica refuerza la idea de memoria o sueño: algo que se recuerda con obsesión en algunos fragmentos y se disuelve en otros.

Animalidad como espejo

Lo que vuelve contundente al conjunto no es solo la potencia visual, sino el modo en que Abugauch usa la animalidad como espejo de tensiones internas. No hay moraleja zoológica ni observación naturalista; lo que se pone en juego son fuerzas psíquicas y culturales: deseo, disciplina, maternidad, trauma, represión. Las manadas funcionan como lo que Deleuze llamaría una multiplicidad: no individuos, sino un sistema de intensidades que se reorganizan constantemente.

La artista se sirve de un lenguaje ligado a la pintura de salon, a los grandes formatos decorativos y a la tradición del cuadro de caza, pero lo pone a trabajar contra sí mismo. Donde aquella pintura celebraba el dominio humano sobre la naturaleza, aquí vemos una naturaleza que desborda cualquier intento de control: cuerpos que no obedecen del todo, emociones que no encuentran cauce civilizado. La limpieza del blanco no alcanza a tapar lo viscoso de la escena.

Lo que queda después del cuento

En el contexto de la pintura contemporánea local, donde las operaciones irónicas y los guiños pop suelen quedarse en la superficie, Felices por siempre apuesta por una incomodidad más sostenida. No se limita a reciclar imágenes de la cultura visual; las deforma, las carga de densidad afectiva y las deja vibrando en un registro incómodo entre lo bello y lo siniestro.

El espectador queda atrapado en esa ambivalencia: fascinado por la pericia técnica y el fulgor de las superficies, pero al mismo tiempo consciente de que algo ahí se está desbordando. No es un mundo de animales adorables, ni de símbolos transparentes. Es un ecosistema de tensiones en el que la promesa de felicidad eterna del título se revela, finalmente, como lo que es: una frase de marketing afectivo que se deshace en cuanto rascamos un poco la pintura.

Las telas de Samanta Abugauch no ofrecen consuelo, pero sí una forma de reconocimiento: en esos cisnes desbocados, en esas cigüeñas frenéticas, en esos gatos exhaustos sobre su propio altar, se filtra la imagen de una interioridad que no sabe si quiere dominar sus impulsos o dejarlos arrasar con todo. Ahí, en esa duda, es donde la muestra encuentra su punto más preciso.

Esta foto captura el ambiente general del espacio de la feria MAPA durante el evento. El lugar, caracterizado por su arquitectura industrial, está lleno de asistentes que se mezclan y ven las obras de arte. La configuración incluye varias obras de arte exhibidas a lo largo de las paredes blancas de la galería, iluminadas por la iluminación del lugar, contribuyendo a un ambiente vibrante y atractivo.

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