Por Julieta Ogando
Julián Desbats & Willy Fishman
Fundación El Mirador
jueves, 13 de noviembre de 2025
Risa de velorio
En la sala pasa algo que el texto curatorial ya intuye: la risa entra primero y el escalofrío llega tarde, cuando una ya está adentro y no tiene salida elegante. La muestra que reúne a Willy Fishman y Julián Desbats, curada por Lolo y Lauti, arma un pequeño parque de diversiones empastado, donde la cultura visual de la infancia y la imaginería gótica se prueban una sobre la otra como si fueran máscaras descartables.
El recorrido arranca del lado de Fishman, con pinturas que parecen salidas de un sábado de dibujitos, pero devueltas de posproducción en clave de resaca existencial. En el gran cuadro de Boedo, una niña dark de mirada brillante posa con calaveras como quien sostiene un peluche preferido; la escena se arma como un fileteado mutante: borde dorado, tipografía cursiva, calaveritas flotando donde debería haber flores. El barrio aparece no como geografía sino como fandom: Boedo es un universo mental donde los postes de luz sueltan sombras con cara y los gatos negros tienen más carácter que los humanos.
El pequeño gato nocturno, en otro cuadro, condensa bien el programa de Fishman: sobre un fondo casi completamente negro, apenas se dejan ver la luna y unas ramas, y lo único que realmente irrumpe son esos ojos fosforescentes que no sabemos si miran con miedo o con rencor. Es la lógica del punctum barthesiano trasladada a la pintura: un detalle que pincha, una mirada que no se deja reducir al chiste gótico. Algo de la tradición del cartoon queda en la línea y en la síntesis de las formas, pero lo que sostiene la imagen es la atmósfera, esa oscuridad que no termina de cerrarse y nos deja incómodos.
En el otro extremo está el gran rostro azul, un pseudo-mascota corporativa que suda gotas del mismo color que lo deshacen. Sonríe demasiado, como esos personajes diseñados para campañas “divertidas” que ya no saben qué venden. Pero acá no hay marca, sólo el gesto forzado: la boca enorme, el pulgar en alto, el brillo casi plástico de la pintura. Fishman trabaja con algo que Susan Sontag veía en la fotografía pero que acá se adapta al imaginario digital: la repetición de ciertas imágenes hasta vaciarlas de sentido. La sonrisa no expresa felicidad, sino la obligación de sostener el clima. Es un emoji cansado convertido en óleo.
Si Fishman opera sobre la cultura pop y el recuerdo televisivo (Magic Kids, VHS trabados, sábados de matiné), Desbats empuja el delirio hacia otro registro: el del cuerpo incómodo y el deseo que no sabe bien qué hacer consigo mismo. En la serie de papeles pequeños, donde se amontonan fantasmas, demonios con cuernos, personajes de historieta y figuras desnudas acodadas sobre la nada, la línea parece pertenecer al margen de un manuscrito iluminado que se hubiera pasado demasiado tiempo en Tumblr. Hay algo de las marginalia medievales: esas criaturas que en los bordes de las páginas probaban formas de lo monstruoso, lo sexual, lo satírico. Sólo que aquí el margen es toda la escena.
Las composiciones funcionan como maquetas de pesadilla: cuerpos recostados, miembros sueltos, ojos que aparecen repetidos en las franjas de borde, capuchas puntiagudas con caras cosidas. El papel maltratado, clavado a la pared con tarugos visibles, insiste en lo precario: no estamos frente a una ilustración “limpia”, sino a apuntes de un imaginario que se está probando a sí mismo. Kristeva hablaría de abyección: eso que no es del todo ajeno ni del todo propio, lo que el cuerpo expulsa pero no termina de soltar. Es difícil no leer esa ambivalencia en las figuras que son mitad caricatura, mitad víctima.
En el tríptico de mayor tamaño, la incomodidad se ordena en escenarios geométricos afilados. Mesas-pentagrama, triángulos verdes que podrían ser árboles o señales de advertencia, fondos planos de color saturado que recuerdan tanto al cómic como a la animación barata. Los personajes, con rostros negros o tapados, se someten o se exponen en escenas que rozan el sadomasoquismo a la vez que lo desdramatizan: cuerpos desnudos, pechos en primer plano, un falo rosa exagerado que no consigue ser amenazante. La violencia está, pero en modo camp, puesta en escena, teatralizada. Michael Fried odiaría la teatralidad; acá es exactamente lo que sostiene la imagen.
La pintura del baño empuja esa sensación a un espacio hiperconocido: una figura andrógina, hecha a línea roja, sentada en un inodoro frente a un fondo de azulejos verdosos. La mirada es frontal, un poco perdida; el rollo de papel apenas sostenido por un soporte oxidado. No pasa “nada” y al mismo tiempo pasa demasiado. El cuerpo está, literal, en una situación íntima, pero la frialdad del entorno convierte la escena en un pequeño cuadro de alienación doméstica. Es difícil no leer ahí una versión low budget de la soledad contemporánea: el cuarto de baño como único lugar de retiro, pero sin refugio simbólico posible.
Lo interesante de la muestra es cómo la curaduría hace que ambos mundos se contaminen. Después de ver los personajes enmascarados de Desbats, el gran Boedo de Fishman ya no se lee sólo como tributo al barrio ni como fiesta gótica adolescente: esas calaveras voladoras y ese gato negro que se enrosca bajo la protagonista articulan una iconografía compartida. La estética de Halloween y la de la penitencia medieval se encuentran en un lugar bastante argentino: el de la esquina de barrio, el farol de plaza, la remera con calavera comprada en Once.
Al revés, las pinturas de Fishman suavizan un poco el filo de Desbats: cuando una vuelve a los papeles pequeños llenos de monstruos, ya no los ve sólo como escenas BDSM o marginalia demoníaca, sino como algo emparentado con esas caricaturas “mal dormidas” del otro lado de la sala. Los monstruos se vuelven, también, muñecos. Y ahí aparece el verdadero malestar: lo inquietante es que todo tenga cara amable, que incluso la violencia venga con ojos grandes y contornos redondeados.
El texto curatorial de Lolo y Lauti habla de un carnaval extraño donde la risa aparece con pudor, como quien se sorprende riéndose en un velorio. La muestra le hace justicia a esa imagen. No se trata sólo de mezclar humor y oscuridad, fórmula que el mercado del arte ya entendió cómo empaquetar, sino de mostrar cuán pegados están el gag y el daño en la cultura visual que nos formó: dibujos animados hiperviolentos suavizados por el color, películas para niñxs con trauma incluido, publicidades felices sostenidas por cuerpos agotados.
Fishman y Desbats no “denuncian” nada en términos explícitos, pero afinan la percepción de esa mezcla. Sus obras recuerdan que el infierno iconográfico no está en un más allá fantástico, sino en el archivo de imágenes con las que crecimos, remixadas una y otra vez hasta perder registro de lo que miramos. La muestra funciona, así, como un pequeño laboratorio de espectros: los de la televisión de los 90, los de la iglesia medieval, los de la culpa sexual y los del mercado de la ilustración contemporánea.
¿Funciona siempre? No todas las piezas tienen la misma potencia. Algunas escenas de Desbats se sienten más anotaciones que cuadros cerrados, y el gran rostro azul de Fishman coquetea peligrosamente con convertirse en mero meme. Pero en los mejores momentos, cuando la niña de Boedo sostiene una pistola como quien se aferra a un juguete, o cuando el gato del bosque nos mira fijo desde la oscuridad, la muestra consigue algo poco frecuente: devolvernos nuestras propias imágenes de infancia como si fueran pruebas de un crimen del que todavía no sabemos si fuimos víctimas, cómplices o guionistas.









