jueves, 18 de diciembre de 2025
Mauricio Vargas Acevedo
Enzo Emi y yo después del postre de cumpleaños. 2025. Frente. Óleo y lápices de colores sobre papel de 200gr. 56 x 76 cm.
Mauricio Vargas Acevedo usa cada material para insistir en la misma pregunta, una y otra vez. ¿Qué deja marca? ¿Qué atraviesa la superficie y se queda del otro lado?
Su trabajo parte de una idea clara: pensar la intimidad como algo permeable. En sus pinturas, dibujos, ilustraciones digitales e instalaciones, los materiales no son meros medios técnicos, son personajes. Silicona líquida, papeles metalizados, celofanes, cintas de enmascarar, óleo, lápices de color: todo convive en un laboratorio visual donde importa tanto el resultado como el proceso, las pruebas, los restos pegados a la pared.
Esa obsesión se ve con claridad en las series de “pruebas” sobre papel. Pequeños rectángulos de color iridiscente, recorridos por vetas y burbujas de silicona, se sujetan con cinta sobre un fondo blanco que insiste en su condición de taller. No hay marco que maquille el procedimiento: la obra es, también, la forma en que está pegada, el tiempo de secado, la acumulación casi compulsiva de fragmentos. Cuando esos fragmentos se expanden en la pared alrededor de un cuadro central y de un globo de dinosaurio verde, la escena deja de ser “ejercicios de materialidad” para convertirse en un paisaje mental alterado, un diagrama de cómo la ciudad y la sobreestimulación reconfiguran la percepción.
En paralelo, Mauricio desarrolla una línea de trabajos centrados en lo doméstico: cocinas, hornallas, bachas, mesas después de un almuerzo entre amigos. En Enzo, Emi y yo después del postre de cumpleaños, una vista cenital muestra tazas usadas, cucharitas, un plato y un cuchillo con restos de algo rojo que ya no se ve pero se intuye. Es una escena mínima, casi neutra, pero cargada de pos-acontecimiento: el momento después del festejo, cuando lo importante ya pasó y solo quedan los rastros. En otras obras, la hornalla gastada, las manchas en el metal y las sombras de la mesada se vuelven un mapa afectivo tanto como un ejercicio de dibujo.
Hay una operación muy precisa en esos cuadros: trabajar el papel por ambos lados. Las manchas de óleo penetran la fibra y generan una imagen fantasma en el dorso. De un lado, la escena está definida; del otro, aparece un registro más abstracto, hecho de halos y contornos. Esa doble condición del soporte funciona casi como declaración de principios: la obra no termina en lo que vemos frente a frente, también se construye en lo que se filtra, en lo que queda del otro lado, en aquello que no se muestra del todo pero insiste.
Su interés por los restos y las huellas también está presente en piezas como VEO VEO, cosas camino al trabajo o en la sandía rota dibujada con lápices sobre papel kraft. Elementos encontrados en la ciudad, objetos a mitad de camino entre la basura y el tesoro, que él recorta y fija en imágenes de una minuciosidad casi obsesiva. La sandía abierta, por ejemplo, es tanto un estudio de textura como una pequeña escena de violencia cotidiana: algo se rompió, alguien la dejó tirada, la vida siguió.
A ese registro de lo cotidiano se le suma una capa de ficción tecnológica en sus ilustraciones digitales. El autorretrato como taza con restos de bebida convertidos en galaxia de color; la figura recostada frente a un paisaje pixelado; la cama revuelta que aloja una presencia mínima en el pliegue de las sábanas. Todas escenas atravesadas por la estética de la pantalla: tramas, zooms, recortes. La intimidad ya no es solo casa, también es dispositivo.
En otras obras, aparecen signos más directos de identidad y pertenencia: una cinta con los colores de la bandera, plantas de interior atadas, frutas con etiqueta, fragmentos de cuerpo enmarcados por telas y patrones. Detalles que remiten a su biografía: nacido en Barranquilla y radicado en Buenos Aires desde hace casi una década, Mauricio arma su propio inventario de símbolos portátiles. Ninguno se presenta de forma solemne; funcionan más bien como pequeñas cargas afectivas incrustadas en escenas aparentemente simples.
Su obra construye un territorio donde lo contradictorio se vuelve productivo: lo brillante y lo opaco, lo digital y lo analógico, el detalle hiperrealista y la mancha abstracta, el gesto cariñoso y el desborde psíquico. Mauricio usa todo eso para pensar la permeabilidad entre adentro y afuera, entre lo que vive en la cabeza y lo que termina pegado en una superficie. El resultado son imágenes que parecen hablar en voz baja, pero que dejan una marca muy nítida: la sensación de haber visto algo que, quizás, no estaba pensado para ser mostrado.






