Por Julieta Ogando

Todos los cuerpos, el cuerpo

Todos los cuerpos, el cuerpo

Todos los cuerpos, el cuerpo

Colectivo Borde Cero

Almacén Arte Contemporáneo, Central Affair

4 jul 2025

Desde afuera, la muestra ya estaba ocurriendo.

No hacía falta entrar a la galería para percibir que algo estaba en movimiento. Bastaba detenerse un segundo frente a la vidriera del fondo de la gran galería —con sus reflejos, sus pasillos, sus ecos— para intuir que adentro había un ritmo, una respiración, un cuerpo. Pero no un cuerpo figurado: un cuerpo como organismo, como campo de tensiones. Un cuerpo que se multiplica y se mezcla. Un cuerpo colectivo.

BORDE CERO activó ese pasaje entre el adentro y el afuera desde el primer gesto. No montaron una obra en la sala, sino con la sala, y también contra ella. El espacio fue pensado desde su condición liminal: una vidriera que expone, un límite que no aísla, sino que invita a mirar desde el umbral. Como si la muestra misma no pudiera o no quisiera cerrarse sobre sí, prefiriendo expandirse hacia el exterior, hacia la mirada ajena, hacia lo imprevisible.

Desde lejos se adivinaban texturas, volúmenes, zonas oscuras y núcleos de luz. Pero sobre todo, se sentía eso que no tiene forma pero tiene fuerza: una vibración. Una energía en forma de obra, o una obra en forma de energía. Algo que no está quieto, aunque no se mueva.

Como espectadores —como cuerpos frente a otros cuerpos— la pregunta no era solo qué hay ahí adentro, sino desde dónde lo estamos mirando. Desde qué punto del perímetro. Desde qué borde.

Y entonces, quizás sin saberlo, ya estábamos adentro. Porque borde, acá, no es sinónimo de frontera. Es otra cosa. Es una práctica. Un estado. Una forma de entrar sin romper.

Practicar un nosotros

BORDE CERO no es un colectivo de artistas en el sentido tradicional. Es más bien una práctica viva, en construcción constante, que se piensa a sí misma mientras actúa. Está formado por ocho personas que decidieron no ceder al mandato de la autoría individual, sino probar —con todo lo que eso implica— qué pasa cuando el arte se hace de a muchos. No como suma, sino como cuerpo.

“La pregunta que nos moviliza es cómo construirnos como un nosotros”, dijo Inés durante la charla que despertó nuestra visita . Y esa frase, tomada de una lectura que le resonó profundamente, se volvió un punto de anclaje para pensar todo el proyecto. Porque en BORDE CERO no se trata de ceder la identidad individual, sino de inventar una forma de convivir creativamente en el desacuerdo, en la mezcla, en la incertidumbre. “No intentamos conservar nada —escribieron—, sino volver a pensar el cómo miramos la materia, qué huella deja”.

La muestra se presentó en la sala de Almacén con vidriera hacia el corredor de la galería —una galería de verdad, de las que todavía sobreviven en Buenos Aires con sus oficinas, pasillos, cafés y sorpresas. Esa vidriera no fue un obstáculo: fue parte del montaje. Como explicó el curador Leo Mayer, “la muestra fue pensada para que pudiera ser vista completamente desde afuera”. No como recurso expositivo, sino como posición política: invitar a la mirada ajena, a la mirada de paso. Incluso, desde cierta distancia, “la proyección se ve más que estando in situ en la sala”. Como si la obra reclamara no tanto la inmersión, sino la deriva.

El montaje se fue gestando en diálogo entre les artistas, el curador y el galerista. Una colaboración extendida en el tiempo que permitió a la obra crecer como un “organismo”, como lo llamó Mayer: “Un trabajo nutrido por las condiciones del espacio, por lo que permite y lo que impone”.

La muestra se inauguró la semana pasada y ya se activó en varios momentos, como esas apariciones breves que no buscan instalarse en el calendario sino en la memoria. O mejor: en la experiencia. Porque si algo propone BORDE CERO, es que lo que importa no es el acontecimiento, sino la forma de estar juntos. La forma de habitar —incluso por un rato— ese borde.

Un cuerpo sin centro

La muestra no tiene centro. Y eso no es una carencia: es una decisión formal y afectiva. Lo que aparece al entrar —o incluso al espiar desde afuera— es una disposición coral, donde ningún elemento se impone como eje, pero todos se afectan mutuamente. Como un organismo sin jerarquías visibles, la obra se despliega en una suerte de constelación material: grabados, cerámicas, estructuras translúcidas, elementos colgantes, papel, proyecciones.

Los materiales no están ahí para ilustrar un concepto, sino para sostenerlo con sus propias reglas. Cada uno propone una manera de vibrar. Hay superficies opacas que absorben la luz, otras que la dejan pasar. Piezas que parecen fragmentos arqueológicos de algo vivo, a medio camino entre lo natural y lo técnico. Lo matérico —cerámica, papel, tela— convive con lo inmaterial —imagen proyectada, sonido— sin que ninguna capa busque dominar a la otra. En lugar de una lógica de oposición, se percibe una coexistencia cuidadosa, como si cada material supiera hasta dónde llegar sin interferir con los demás.

La relación entre obra y espacio no es decorativa ni meramente contextual: es estructural. El montaje fue diseñado para que lo que ocurre en la sala pueda leerse desde afuera, a través del vidrio, como un cuerpo que no se encierra. Eso exigió decisiones precisas: las piezas más pequeñas —grabados, objetos cerámicos— se ubicaron en zonas accesibles a la vista, mientras que la proyección encontró un lugar que la volvía más visible desde la distancia, incluso más que desde adentro. El recorrido posible no es uno solo: se puede bordear, cruzar, espiar, alejarse y volver.

La muestra funciona así como un campo de relaciones. No hay un relato que guía, sino una lógica de proximidad: cómo se acercan los materiales, cómo se responden, cómo se abren o se interrumpen. Es una obra que no se recorta del espacio: lo incorpora, lo redibuja, lo hace vibrar.

Y en esa vibración —hecha de luz tenue, texturas porosas, pequeñas piezas flotantes— el conjunto se impone menos como una exposición que como una atmósfera. Una atmósfera en la que el visitante no solo observa, sino que inevitablemente entra en relación. Porque el espacio también lo incluye.


Límites, cuerpos, energía

El texto curatorial parte de una pregunta simple pero inquietante: ¿qué es un límite, y quién lo define? A partir de ahí, todo en la muestra se organiza como una respuesta abierta, como una forma de desarmar la idea misma de perímetro —ya sea físico, simbólico o social— para dejar a la vista lo que hay entre medio. No detrás, ni afuera: entre.

El colectivo BORDE CERO trabaja sobre ese entre. No buscan atravesar un límite para conquistar un nuevo territorio, ni abolirlo como quien niega su existencia. Lo que hacen es mostrar su porosidad, su inestabilidad, su condición de artificio: ¿qué pasa cuando los límites se desdibujan, cuando se corren, cuando se convierten en materia de trabajo?

La metáfora científica que propone el texto —Einstein y De Broglie— no funciona aquí como cita ornamental, sino como clave interpretativa. El primero nos recuerda que incluso los ríos (esas líneas que muchas veces definen fronteras geográficas) son inestables: crecen, se desbordan, retroceden. El segundo introduce la idea de la dualidad onda-corpúsculo: cada partícula es a la vez cuerpo y energía. ¿Y si pensáramos el arte, o el cuerpo mismo, en esos términos?

Lo que hace BORDE CERO es precisamente eso: tratar cada obra como un nodo de energía que también es materia, y viceversa. Hay cerámica, pero también hay movimiento. Hay tinta, pero también hay sonido. Hay proyección, pero también hay sombra. No se trata de elegir entre lo tangible y lo intangible, sino de asumir que toda forma es un proceso en tránsito. Lo que Flusser llamaría una “tecnicidad expandida”, donde el medio no es un soporte, sino un modo de existencia.

En este marco, el cuerpo —ese que se repite en el título como mantra: Todos los cuerpos, el cuerpo— no aparece como representación figurativa, sino como campo de resonancia. Como superficie donde las tensiones entre materia y sentido se inscriben. El cuerpo no se exhibe: se despliega. Se traduce en texturas, en relaciones espaciales, en actos de observación. Se hace presente como lo que se comparte, no como lo que se muestra.

Fischer-Lichte, al hablar de la performance como evento transformativo, sugiere que el cuerpo escapa a la lógica de la representación para volverse presencia inestable. Algo de eso sucede acá. Lo que se presenta no es un cuerpo-objeto, sino un cuerpo-situación, que involucra también al visitante, al vidrio, al espacio circundante. Un cuerpo que no se puede poseer, sino apenas tocar con la mirada.

Y si hay algo de Deleuze en todo esto, es en la negativa a fijar una forma estable, un relato unívoco. Lo que se ofrece es un devenir. Una multiplicidad. Una experiencia que no busca resolución, sino activación: de sentidos, de cuerpos, de energía.

BORDE CERO no nos dice qué ver. Nos propone un estado de atención, un modo de estar frente al mundo. Como quien se asoma a un borde sin saber si es entrada o salida.


Construirnos como un nosotros

“Construirnos como un nosotros”. No como slogan, ni como consigna identitaria. Como pregunta abierta. Como tarea.

Esa fue la frase que Inés rescató con énfasis durante la charla posterior a la muestra, y que bien podría condensar la apuesta más radical de BORDE CERO: no tanto la de producir en colectivo, sino la de insistir en una práctica donde lo colectivo no sea una forma de firma múltiple, sino un modo de relación con el mundo.

Lo que se exhibe no es una obra conjunta hecha por partes, como quien arma un rompecabezas con piezas diferenciadas. Tampoco hay una estética homogénea, ni un estilo unificado que funcione como sello de autoría. Hay algo mucho más difícil de sostener: una convivencia formal. Una escucha matérica. Un respeto por el ritmo del otro. Como dijo Inés, “no intentamos conservar nada”. En lugar de consolidar un lenguaje común, BORDE CERO trabaja en la práctica misma de sostener la diferencia sin disolverla. Practican —porque no se trata de alcanzar un resultado— la forma de un nosotros que no niega las fricciones, que no oculta los bordes.

En ese sentido, la muestra también puede leerse como una forma de ensayo ético. En un presente donde las formas de producción artística tienden, muchas veces, a reforzar la figura del “yo” —ya sea por exigencias del mercado, del algoritmo o de la visibilidad—, BORDE CERO se corre hacia otro lado. Se permite la lentitud del proceso, la opacidad del diálogo, la negociación continua entre materiales, ideas y voluntades.

No es casual que uno de los conceptos más insistentes en el discurso del colectivo sea la idea de “oficio”. Trabajan con cerámica, con tinta, con papel, con herramientas que requieren tiempo, error, repetición. Pero también trabajan con la incertidumbre como materia, con el desborde como método. Practicar ese nosotros no es solo una metáfora política: es una forma de organizar el hacer artístico en común, sin necesidad de fundir las voces en una sola.

Este gesto —por más silencioso o antiespectacular que parezca— se vuelve profundamente contemporáneo. Porque mientras los discursos identitarios reclaman con justicia su lugar y visibilidad, BORDE CERO propone una forma de comunidad que no se funda en la identidad, sino en la cohabitación. No se trata de “representar minorías”, sino de inventar formas colectivas que no se fraccionen. Que se sostengan sin borrarse.

En un contexto donde la figura del artista muchas veces aparece hipertrofiada, la decisión de pensar desde el nosotros no es simplemente un método: es un acto estético y político. Uno que se pregunta cómo seguir haciendo arte sin caer en el aislamiento, sin ceder a la presión de la marca personal, sin abandonar la complejidad de crear con otres.

Tal vez, en ese gesto paciente y colectivo, esté el verdadero borde. No como límite, sino como lugar desde donde volver a empezar.


Lo que se queda sin quedarse

BORDE CERO no intenta impresionar. No propone un statement grandilocuente, ni se apoya en dispositivos espectaculares. Y sin embargo, logra algo difícil de medir pero imposible de ignorar: genera una atmósfera. Una presencia. Un modo de estar con las cosas —con los materiales, con los otros, con el espacio— que desactiva, al menos por un rato, la lógica de exhibición tradicional.

La muestra tiene algo de susurro colectivo. Y esa es quizás su mayor fortaleza: habla sin gritar, y en ese gesto, escucha. En lugar de disputarse la atención como un grito entre otros gritos, BORDE CERO opta por otra vía: la de persistir en la memoria como lo que no se impone, pero se queda. Como esas escenas que no sabemos cuándo ocurrieron, pero nos habitan igual. Incluso si nunca llegamos a entrar.

La decisión curatorial de Leo Mayer de trabajar con la vidriera como parte del dispositivo expositivo no es decorativa: es estructural. Permite que la muestra exista también para quienes no cruzan el umbral, y en ese gesto recupera algo que suele perderse en el arte contemporáneo: la posibilidad de ser encontrado por accidente. Como un descubrimiento involuntario en el medio de una galería comercial. Como un borde que se abre sin pedir permiso.

Formalmente, la muestra se sostiene desde una lógica de diálogo entre materiales diversos que no se anulan entre sí. No hay ilustración de conceptos, sino una tensión viva entre lo matérico y lo invisible, entre la forma y el rastro. Esa coherencia sutil entre idea y dispositivo es otra de sus potencias: no hay separación entre lo que se dice y lo que se hace.

Pero más allá de lo formal, lo que activa la muestra es una pregunta difícil de responder: ¿cómo se produce sentido cuando no hay un autor, sino un colectivo? ¿Qué tipo de experiencia estética surge de un proceso en el que lo visible es apenas la punta de un hacer cotidiano, silencioso, compartido?

Esa pregunta —que no se resuelve, sino que se prolonga— es la que queda flotando después de la visita. Y en ese gesto, la muestra no se cierra. Se transforma en algo más: en práctica, en estado, en posibilidad.

BORDE CERO no busca clausurar sentidos. Y eso, en sí mismo, es una forma de decir. Una forma de resistir.


Desde el borde

Desde afuera, la muestra ya estaba ocurriendo. Escribí eso al principio. Pero quizás habría que corregirlo: desde afuera, la muestra sigue ocurriendo.

Porque lo que BORDE CERO propone no termina con el desmontaje, ni con el silencio de la sala vacía. Hay algo que sigue moviéndose, como esas frecuencias que no se oyen pero alteran el aire. Un tipo de presencia que no necesita forma cerrada para persistir.

Todos los cuerpos, el cuerpo. La frase, repetida como eco en el título, se vuelve más que un nombre: una condición. Lo que ahí se ensayó no fue una exposición, sino una forma de estar juntos. Una coreografía mínima entre materias, ideas, voces. Un intento —no una solución— de construir un nosotros sin moldes previos, sin mapa, sin certezas.

Y quizás ahí esté la provocación más profunda de esta muestra: no en lo que muestra, sino en lo que practica. No en la respuesta, sino en la pregunta que deja abierta:

¿Qué formas nuevas pueden nacer si dejamos de pensar el borde como una línea que separa, y empezamos a pensarlo como un lugar desde donde empezar a imaginar en común?

Esta foto captura el ambiente general del espacio de la feria MAPA durante el evento. El lugar, caracterizado por su arquitectura industrial, está lleno de asistentes que se mezclan y ven las obras de arte. La configuración incluye varias obras de arte exhibidas a lo largo de las paredes blancas de la galería, iluminadas por la iluminación del lugar, contribuyendo a un ambiente vibrante y atractivo.

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