Por Julieta Ogando
Juan Crexell
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
12 jun 2025
Juan Crexell transforma el mundo con cada imagen que captura. Su obra tensa y sacude. En sus obras, el deseo se vuelve técnica, el cuerpo se vuelve paisaje, y lo ajeno, por fin, se vuelve propio.
Hay artistas que fotografían para ver el mundo, y otros que fotografían para transformarlo. Juan Crexell pertenece a esta última especie. En sus imágenes no hay capturas, hay apropiaciones: fragmentos de realidad convertidos en visiones personales que suspenden el sentido y, al mismo tiempo, lo intensifican. Lo suyo no es un diario visual, sino una filosofía encarnada en luz y sombra, en cuerpos que flotan, en miradas que se disuelven.
Nacido en Argentina y formado en Berlín, Crexell encuentra en la fotografía analógica no una nostalgia del pasado, sino una estrategia estética para resistir el vértigo de la inmediatez. Sus retratos y puestas —muchas veces en blanco y negro— rehúyen lo evidente. Desvían. Desarman. Como él mismo escribe: “una buena imagen no aclara, sino que enrarece”. Sus tomas no se comprenden: se intuyen. Y quizás por eso quedan.
Hay una figura que se repite en sus obras recientes: una mujer vestida de blanco, casi translúcida, que flota en el agua como si habitara un umbral. No es una Ophelia post-romántica, ni una ninfa mitológica. Es una presencia —etérea y poderosa— que parece encarnar un gesto ritual. En algunas tomas, su cuerpo emerge desde la oscuridad líquida como una aparición. En otras, se recorta sobre el cielo en un plano contra-picado que la convierte en tótem, en símbolo, en ícono.
La cámara de Crexell trabaja con la densidad de los contrastes: blanco y negro, cielo y agua, cuerpo y sombra, deseo y fragilidad. Pero nunca los resuelve en dualismos. Todo convive, todo se mezcla. Hay una flor cortada, sostenida como estandarte. Hay un reflejo imposible que funde figura y entorno. Hay una escenografía mínima, como esa rampa blanca desde la que la figura se proyecta al horizonte, que parece ser más un portal que una superficie.
Estas imágenes podrían describirse como fashion editorial, como cine de autor, como performance, pero ninguna categoría les hace justicia. Porque lo que Crexell construye no es una escena sino una percepción. Una atmósfera. Una experiencia visual que se instala entre la contemplación y el afecto. La fotografía, en su obra, deja de ser un documento para convertirse en umbral: en algo que se abre.
Y ahí está el núcleo poético de su trabajo: en esa tensión entre lo que muestra y lo que apenas deja entrever. Cada encuadre parece decirnos que el verdadero poder de la imagen no está en lo que revela, sino en lo que nos obliga a imaginar. No hay mensaje directo ni narración explícita. Hay sugerencias, hay gestos, hay una sensibilidad que prefiere insinuar antes que explicar.
“Mi obra trasciende la fotografía”, escribió alguna vez. Y es cierto: su obra se mueve con la libertad de quien no está buscando pertenecer a un medio, sino explorar una forma de existir en el mundo. Sus imágenes no nos dicen qué ver. Nos enseñan a mirar.
En diálogo con su propia declaración sobre la obra virtual, se advierte en su práctica una necesidad de recuperar la presencia física de la imagen. Una fotografía que no sea solo interfaz o testimonio de lo otro, sino objeto en sí. Mientras la imagen digital se desliza por pantallas sin peso, Crexell se obstina en lo contrario: una imagen que, aunque inasible, está anclada al mundo. Que no se limita a señalar algo fuera de sí, sino que deviene ella misma signo denso, cuerpo, superficie que afecta. Así, su trabajo no solo rehúye al simulacro; también nos recuerda que, para significar, la imagen debe volver a ser materia.
“La fotografía que opera únicamente en la virtualidad se diluye en la distancia, limitándose a constatar la existencia de otro objeto, sin lograr convertirse ella misma en un objeto significativo.” — Juan Crexell
En un gesto que evoca a Walter Benjamin y su crítica a la reproductibilidad técnica, Crexell recupera el aura no como sacralidad, sino como una condición afectiva que exige presencia. Su desconfianza hacia lo puramente digital —“que se diluye en la distancia”— no es tecnofóbica sino existencial. Rechaza la imagen sin cuerpo porque entiende que mirar no es solo ver, sino entrar en contacto. Su defensa de la fotografía como objeto material se enmarca, además, en una sensibilidad contemporánea que desconfía del archivo sin peso, del recuerdo pixelado, del simulacro infinito. En ese sentido, su obra es también una crítica al presente.
Componentes como los reflejos del cuerpo sumergido o la composición impecable de una figura sobre el agua, hacen que sus obras se dispersen con una quietud que solo los grandes fotógrafos logran construir. Nada sobra. Todo sugiere. Y aunque la técnica es impecable, lo que perdura es otra cosa: esa sensación de haber visto algo que no sabemos nombrar, pero que de alguna manera ya nos habita.
En sus propias palabras: “la mirada vuelve propio aquello ajeno”. Tal vez ahí esté el secreto de sus imágenes. No nos invitan a mirar. Nos invitan a reconocernos.