Por Julieta Ogando
Carybé, Raúl Brié, Gertrudis Chale & Luis Preti
Palacio Libertad
30 abr 2025
Hay viajes que transforman, incluso cuando no se proponen hacerlo. Y hay expediciones que, sin buscarlo, terminan fundando un linaje. En 1941, cuatro artistas —Carybé, Gertrudis Chale, Raúl Brié y Luis Preti— emprendieron una travesía hacia el Chaco salteño que alteraría no solo sus trayectorias individuales, sino también el modo de mirar el territorio desde el arte argentino. Esta exposición, curada por Marcela López Sastre y organizada por BAC Arte Contemporáneo, no recupera solo una experiencia del pasado: propone leer ese gesto como un punto de origen, un mito fundacional de la sensibilidad norteña contemporánea.
En lugar de esperar nuevas directrices de París, como se acostumbraba en la escena porteña de los años 30 y 40 —donde los ismos llegaban con marchands, conferencistas y premios romanos—, este grupo decidió mirar “para adentro de casa”. La frase, dicha por ellos mismos, no es una consigna aislada: es un posicionamiento estético, político y vital. Su elección no fue inocente ni naif. Fue una ruptura. Una forma de resistencia frente a un arte decorativo que se debatía entre italianismos de salón y paisajismos desactivados. Ellos se fueron al monte. Literalmente.
Todo comenzó con un encargo de calendario. Sí, un calendario institucional. En 1941, la petrolera ESSO contrató a Carybé para ilustrar sus piezas gráficas. Podría haber sido un trabajo más, una serie de imágenes pintorescas del paisaje argentino al servicio de una empresa extractiva. Pero algo se torció —o se iluminó. En vez de limitarse a cumplir con el pedido desde su taller porteño, Carybé invitó a tres amigos artistas a emprender un viaje hacia el norte de Salta. Lo que siguió no fue una misión publicitaria, sino una expedición a lo desconocido. Y lo que nació ahí no fueron ilustraciones al servicio del capital, sino el germen de una obra situada, crítica, desbordante de intuiciones nuevas.
¿Cómo narrar un viaje que no tiene retorno?
Matías Bassani, fundador de BAC y responsable de traer esta muestra al Palacio Libertad desde Salta, llamó a estos artistas “los adelantados”. El término, cargado históricamente de connotaciones coloniales, se resignifica aquí: no como emisarios del poder, sino como anticipadores de una búsqueda. Una búsqueda que —como toda búsqueda estética real— no parte del saber, sino de la ignorancia. No es casual que se refiriera a Chale como una “sacerdotisa”, frente a los “tres jóvenes entusiastas”. Ella, migrante judía austríaca que escapó del nazismo disfrazada de hombre, atravesó la selva amazónica y cruzó la frontera por La Quiaca para llegar a Salta. Su viaje no fue turístico. Fue de exilio y reinvención. Como su pintura.
Lo que une a estos cuatro artistas no es un manifiesto ni una escuela. Es una sensibilidad compartida frente a un paisaje y sus habitantes. Frente a una cultura que no buscaba ser representada, sino que apareció en el contacto, en la vivencia, en la escucha. La muestra reúne pinturas, dibujos, bocetos y documentos que registran esa experiencia con las comunidades wichis, chorotes y guaraníes. Pero lo más importante que transmite la muestra no está en los archivos: está en la atmósfera. En esa tensión entre lo visto y lo vivido. Entre lo propio y lo ajeno. Entre lo que se puede pintar y lo que apenas se roza.
El monte como maestro
Imágenes de un viaje sin brújula (ni mapa europeo)
El Impenetrable no se deja pintar con facilidad. Exige una renuncia al exotismo rápido, a la mímesis ilustrativa, a la postal de calendario. Tal vez por eso lo que emerge en la obra del Grupo Tartagal no es tanto una documentación del Chaco salteño como una tentativa: un lenguaje en construcción frente a una alteridad radical.
En los retratos de Gertrudis Chale, por ejemplo, la figura humana ocupa el centro pero sin estridencias. Las mujeres, los cuerpos en reposo, los interiores sombríos donde el tiempo parece haberse espesado, son tratados con una densidad pictórica que prescinde del detalle y el efectismo. Su paleta es sobria, terrosa, como si estuviera hecha con el mismo polvo del camino. Hay una ética en esa elección formal: no decorar el dolor, no romantizar la pobreza, no estetizar la diferencia. Como escribió Carybé: “Nadie como ella logró captar esa atmósfera de muerte y de nacimiento, de fin y de principio”. En una de sus pinturas exhibidas, se sostiene el peso simbólico de una vida entera: una figura femenina descansa en el interior sombrío de una vivienda rural. La escena no dramatiza, sugiere. Es un momento suspendido, una pausa en medio del monte. No hace falta narrar nada. Esa es la potencia de Chale: hacer hablar al silencio.
Luis Preti, en cambio, parece dialogar más con el paisaje que con la figura. Sus composiciones construyen arquitectura desde el color: capillas, techos, construcciones humildes que laten entre la geometría y el soplo místico. Carybé lo decía así: “Lo he visto trabajar durante meses en una pequeña capilla al fondo de un paisaje… todo el cuadro vibró de aquel poquito de rosa”. Ese “poquito de rosa” funciona como emblema de una estética de la contención, donde el gesto mínimo desencadena el sentido. Sus obras tienen algo de oración visual, donde los colores se eligen como si se invocaran.
En Raúl Brié, lo onírico irrumpe con fuerza. Entre las obras expuestas, destacan dibujos y composiciones donde las formas parecen emerger del sueño antes de volverse palabra. “Sus diseños son como sueños petrificados”, escribió Carybé, en una de esas frases que resumen más que cualquier análisis formal. Hay una voluntad de síntesis que no es simpleza, es decantación. Líneas cerradas, volúmenes autónomos, colores que no gritan. Brié trabaja como quien busca en el fondo del agua, sabiendo que lo que flota no siempre es lo más valioso.
Finalmente, Carybé, el gran mediador de este grupo y su cronista oficioso, aparece como figura que une mundos. Su trazo es inquieto, su registro es inmediato, casi gráfico. Hay dibujos y bocetos suyos en la muestra que recuerdan su futuro bahiano, esa otra tierra que lo adoptaría como artista del pueblo y del candomblé. Pero aquí, en el contexto chaqueño, Carybé parece en tránsito entre lo narrativo y lo simbólico, entre el registro etnográfico y la mitología personal.
El montaje de la exposición, austero y preciso, permite recorrer estos lenguajes sin imponer una lectura única. No hay audio guía ni flechas; hay espacio. Y eso se agradece. La mirada necesita tiempo para dejarse afectar, como ellos se dejaron afectar en 1941 por la inmensidad del monte, su medicina, sus dioses, su sombra.
Antes de que llegaran las obras, llegaron las fuerzas. En los textos que acompañan la muestra se destaca que para estos artistas “la naturaleza, el sol, la luna, el agua y el fuego son las deidades que les abastecen de comida, medicina y conocimiento”. No es una frase decorativa. Lo que se respira en la exposición no es una visión antropocéntrica del arte, sino una relación de aprendizaje con el entorno. No fueron a enseñar, ni siquiera a representar: fueron a dejarse atravesar. En esa entrega hay algo ritual, una forma de disposición que recuerda a los saberes ancestrales y que opera como reverso de la mirada extractivista.
Volver al norte
Lo que queda de un viaje cuando se vuelve distinto
“La pintura del norte no se entiende sin el Grupo Tartagal.” La frase podría sonar a lugar común si no fuera porque, después de ver esta muestra, se vuelve irrebatible. No es solo que estos cuatro artistas hayan abierto un camino: es que ese camino fue recorrido con un nivel de conciencia estética y política que aún interpela. Cuando hoy hablamos de producción situada, de arte vinculado al territorio, de descolonizar la mirada, en realidad estamos retomando una conversación que ellos ya habían iniciado hace casi un siglo.
Lo notable es que no lo hicieron desde una voluntad programática. No fundaron una escuela, no redactaron un manifiesto, no buscaron la consagración. Pintaban porque les gustaba pintar, como dice uno de los textos de sala, y viajaron porque sintieron que el arte debía mirar hacia lo que se ignoraba: las culturas que estaban antes, los saberes del monte, los cuerpos no representados. En esa operación silenciosa —casi tímida— hay una fuerza que hoy resulta profundamente contemporánea.
La curadora, Marcela López Sastre, propone pensar ese viaje como un umbral. “Este grupo en 1940 experimenta en el territorio la búsqueda de una mirada propia. Sintetizan lo que podemos evidenciar en Salta como una producción situada que se piensa a sí misma desde esta historia que se escribe a partir de los encuentros y desencuentros con nuestra propia memoria.” La frase es precisa. El arte del norte no es una nota al pie de la historia del arte argentino. Es una historia posible que corre en paralelo, que a veces se cruza, y otras veces se hunde como un río subterráneo.
Desde esa perspectiva, la presencia del Grupo Tartagal en el Palacio Libertad no solo es una reivindicación histórica. Es también una provocación: ¿qué otras genealogías artísticas han sido invisibilizadas por los centros? ¿Qué otros viajes iniciáticos quedaron fuera del canon? ¿Qué otras sacerdotisas escaparon del nazismo, cruzaron selvas disfrazadas de hombres y encontraron, en un rincón polvoriento del mundo, la posibilidad de volver a pintar?
La muestra, al fin, no ofrece respuestas. Y hace bien. Lo que hace —y eso no es poco— es instalar preguntas. Nos obliga a pensar qué miramos cuando miramos arte argentino. Y desde dónde lo miramos.