Por Julieta Ogando

Simulacro para comenzar un recuerdo

Simulacro para comenzar un recuerdo

Simulacro para comenzar un recuerdo

Sebastián Camacho

Gachi Prieto

viernes, 10 de octubre de 2025

Simulacro para comenzar un recuerdo no vende épica. Con cartón, bisturí y paciencia, Sebastián Camacho estira la imagen urbana hasta que deja de ser “tema” y se vuelve método. Frente a la velocidad que organiza nuestra mirada cotidiana, la muestra instala un régimen de lectura lento: capas, cortes, sombras reales. No hay “pintura de fachadas”; hay una gramática de operaciones que le saca partido a lo que la ciudad expulsa. El soporte no disimula su origen: pliegues, corrugados, cintas fantasma, bordes abollados. Toda esa “chatarra visual” se alinea para producir ventanas, persianas, compresores de aire, cableados, marcos, rejas. La arquitectura aparece como si hubiera sido revelada desde adentro del embalaje.

Dicen que el proyecto nace de caminar y vagabundear la ciudad, y que las piezas se resuelven en la fricción entre un material precario y la monumentalidad urbana. No es un detalle lateral: el procedimiento es exactamente ése, un ir anotando con cortes, rasgados y ensamblajes la respiración técnica de los edificios, su capa de servicios, su costado infraestructural. La deriva no se vuelve postal: se vuelve sintaxis.

El color no corre la película: la paleta es la que trae el propio cartón, de los marrones tibios al gris desvaído. La luz, en cambio, es un actor físico. El relieve ínfimo de cada calado lanza sombras reales que se desplazan mientras uno camina la sala; esa minúscula coreografía sustituye el volumen pintado por un volumen de verdad, aunque mínimo. El dibujo ocurre por sustracción: no se “añade” línea, se vacía para que aparezca. Cuando recorta rejillas, compresores y marcos, Camacho arma un repertorio tipológico que roza el inventario: la ciudad como catálogo de soluciones técnicas. En una obra grande como Cuatro (152 × 208 cm, calado en cartón), el campo se trama con módulos y columnas de cartón pegadas que actúan como paños de muro y tabiques; dentro de esa grilla, los detalles flotan como si hubieran quedado impresos por presión y tiempo.

Lo interesante es que la serie no cae en el fetiche de lo “pobre”. El cartón no aparece como “pobreza poética” ni como “residuo solidario”, sino como estrategia de decrecimiento: baja huella, logística corta, disponibilidad inmediata, lectura de cercanía. La monumentalidad se repliega en gramática doméstica. Si la arquitectura de servicios suele quedar tapada por la envolvente del edificio, Camacho la eleva a superficie legible. Es una ética y también una economía formal: con elementos mínimos sostiene un campo visual denso, capaz de retener al ojo más de unos segundos, que hoy es pedirle al ojo casi un milagro civil.

Ahí se pega con otra lectura: la economía de la atención. Estas piezas rehúyen el highlight rápido. No tienen “momento instagramable” impreso en la frente. La recompensa está en el ritmo: acercarse, notar cómo cada caja fue abierta y reutilizada para construir un vano, retroceder y detectar que la repetición nunca es literal, que siempre hay una variación pequeña que desplaza la serie. La obra no pide ser fotografiada; pide ser recorrida. Y cuando eso ocurre, el cuerpo se entera de algo que la pantalla niega: los segundos pesan. El recuerdo se fabrica con segundos, no con capturas.

El título funciona como programa: “simulacro” no es farsa, es ensayo. Ensayar para comenzar un recuerdo implica que la memoria no está dada; se armatea como se arma una esquina de cartón, con cortes que abren, cortes que cierran y refuerzos que no se ven. Camacho trata la memoria no como nostalgia sino como técnica. En sentido estricto, monta un archivo sin fotografía: un archivo de operaciones. Cortar, calar, superponer, revelar corrugado, dejar bordes. El resultado es una memoria a escala de mano, no de zócalo de museo.

La relación con el espectador es de absorción más que de teatralidad. Ninguna pieza “llama”; la superficie parece ocupada en sostener su propia respiración. Esa relativa indiferencia produce la invitación correcta: no el “vení a mirarme”, sino el “si te acercás, se escucha mejor”. El efecto no es moral, es técnico: la escala media-grande te deja entrar sin tragarte; el montaje evita el atiborramiento y deja que el ojo trabaje por zonas, sin perder la grilla global. Hay una disciplina ahí, una negativa saludable al adjetivo fácil.

Otra capa decisiva: el cuidado. Trabajar con cartón supone aceptar su fragilidad. La sala se vuelve un laboratorio de conservación en miniatura, y el gesto de cortar con delicadeza continúa en el gesto de cuidar lo cortado. Ese corrimiento instala una política silenciosa: lo importante no es el brillo del estreno, sino la durabilidad del proceso. El cartón, que en la cadena de consumo es apenas una interfase entre mercancía y transporte, recupera aquí su dignidad de materia que sostiene, protege, se marca, cicatriza. Una especie de reparación simbólica: la ciudad empaqueta la vida; el arte devuelve al embalaje su capacidad de construir ciudad.

Las obras nuevas presentan un repertorio de formatos que se mueven cómodo entre el cuadrado y el rectángulo apaisado. Uno, Dos, Tres, Cuatro, Cinco, Seis: la nomenclatura insiste en la serie más que en la pieza estrella, como si cada trabajo fuera una variación necesaria dentro de un método que no necesita cabecillas. Los tamaños, todos entre 144 y 208 cm de lado mayor, ubican el campo de visión en un umbral interesante: ya no son “cuadros de sobremesa”, pero tampoco “murales”. Te obligan a cierta proximidad y te niegan la épica panorámica. Allí prospera el tipo de atención que el proyecto reclama.

En el plano cultural, el gesto toca un nervio: hace años que la iconografía de la ciudad se despilfarra en clichés de skyline, street art pasteurizado o romanticismo de baldosa. Camacho, en cambio, se concentra en la infraestructura de la vida compartida. No hay héroes arquitectónicos; hay ventilaciones, desagües, rejas, marcos baratos. Lo que en la jerarquía tradicional del ver sería “detalle menor”, aquí sostiene la imagen. Es una corrección de foco política: si la ciudad es un sistema técnico y social, mirar sus bordes de servicio es mirar su verdad cotidiana. La poética aparece porque la exactitud aparece, no al revés.

Podría objetarse que el procedimiento, tan afinado, corre el riesgo de volverse fórmula. Es una tensión real: cuando el repertorio de signos está muy reconocido, el ojo puede creer que ya vio “esto” antes. Pero en la serie de 2025, el montaje deja entrar pequeñas fugas que rearman la ecuación: una diagonal que corta una zona demasiado regular; un vacío más grande de lo necesario; un compresor recortado con exageración de aletas; una línea de cables que se anima a torcer la cuadrícula. Fugas discretas, sí, pero suficientes para evitar la autoparodia.

Todo esto sucede en Sala A de Gachi Prieto, con curaduría de Alberto Passolini y texto de Andrés Pasinovich. Ese renglón alcanza para ordenar la lectura y conectar el proyecto con su recorrido: abre el juego de lectura y sitúa el trabajo en continuidad con la trayectoria del artista, que viene con muestras individuales en Buenos Aires y Bogotá, participación en BIENALSUR y obra en colección institucional. No es un dato para decorar; explica la seguridad del método, la manera en que la manualidad no pelea con la idea, la docencia del procedimiento.

En términos estrictos, la muestra propone una pedagogía de la pausa. Enseña a mirar como se aprende un oficio: repitiendo series hasta encontrar matices. Cuando uno sale a la calle después, ve los equipos de aire y los marcos como si fueran signos. Esa transferencia de método al mundo es el mejor indicio de que la obra trabaja más allá de la sala. No deja “la imagen inolvidable”, deja un modo de percepción que contamina la caminata siguiente. Mucho más útil que el asombro de un segundo.

Los datos duros son conocidos: apertura un jueves de septiembre, cierre en octubre, entrada libre, horarios amplios, dirección en Uriarte. Pero lo valioso no es que sea fácil de visitar; es que la visita sea lenta. Este “simulacro” no simula nada: fabrica condiciones para comenzar un recuerdo y después sostenerlo. Con cartón y bisturí. Con sombras que existen. Con cuidado. Con método. Con una insistencia tímida que, sin levantar la voz, termina por cambiar la manera en que miramos la pared de enfrente.

Esta foto captura el ambiente general del espacio de la feria MAPA durante el evento. El lugar, caracterizado por su arquitectura industrial, está lleno de asistentes que se mezclan y ven las obras de arte. La configuración incluye varias obras de arte exhibidas a lo largo de las paredes blancas de la galería, iluminadas por la iluminación del lugar, contribuyendo a un ambiente vibrante y atractivo.

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