Por Julieta Ogando
Margarita Wilson-Rae
Galería Tokonoma
10 jun 2025
Una ficción del gesto mínimo
El monte respira. Pero no como lo imaginamos. No con los pulmones expansivos del paisaje abierto, sino con el leve resuello que se insinúa entre raíces, entre capas de suelo que alguien, alguna vez, supo leer. En Cosecheras, la artista Margarita Wilson-Rae nos devuelve a ese lugar donde mirar no es suficiente: hay que tocar, remover, levantar, atar, secar, clasificar.
La muestra —curada por Clarisa Appendino— opera desde una radicalidad silenciosa. Lejos del estruendo de las imágenes espectaculares, se mueve entre lo ínfimo y lo íntimo. Wilson-Rae no representa la naturaleza: la trabaja. Y en ese trabajo hay un relato. Uno que no se escribe con líneas heroicas ni gestas monumentales, sino con el pulso de la recolección: el arte de la elección mínima, del archivo orgánico que se construye con ramas, semillas, raíces, cuerpos vegetales.
Taxonomías sensibles y cuerpos de monte
La sala se transforma en un gabinete vivo: no de curiosidades, sino de interdependencias. Las piezas colgadas —estructuras tejidas con elementos vegetales, retazos, fibras secas— operan como fragmentos de un cuerpo que no busca completarse. Cada objeto conserva su singularidad, pero es convocado a habitar una red: la del tiempo natural, la del ciclo vital, la del gesto acumulativo.
Wilson-Rae no busca componer “paisajes” como si fueran postales de lo silvestre. Su mirada está entrenada por la temporalidad de la cosecha, donde observar es también intervenir. Las ramas se curvan, los nudos aparecen, las tramas se tensan o se sueltan. Y si hay geometría, es la del cansancio y la insistencia: el triángulo invertido del delantal, el cuerpo que se pliega al suelo, la verticalidad de quien cuelga, seca, espera.
El video Hacia el cuerpo del paisaje funciona como una clave interpretativa: la artista performa con los elementos que recolecta, pero no los domestica. En cambio, se deja transformar. Camina, se tumba, se cubre. El paisaje no es un escenario, sino una extensión de su cuerpo. El cuerpo, una extensión del paisaje.
Una estética situada
La propuesta de Cosecheras se inscribe con claridad en una estética contemporánea que se aleja del fetiche objetual y de la monumentalidad, para explorar en cambio formas de conocimiento encarnado, vincular y situado. En un tiempo donde el arte parece debatirse entre la sobreproducción tecnificada y el agotamiento de lo simbólico, la práctica de Wilson-Rae se ofrece como una pausa fértil.
Hay en su obra un gesto de resistencia a los tiempos de la aceleración y una voluntad de permanencia en lo efímero. Las fibras secas no simulan ser duraderas. No buscan engañar a la mirada. En cambio, convocan otra temporalidad: la del deterioro, la del proceso, la del cuerpo que sostiene y es sostenido. Cada pieza parece decir: esto fue encontrado, tocado, conservado, hilado, con tiempo.
Desde una perspectiva crítica, el trabajo de la artista puede pensarse como una contra-pedagogía de la naturaleza. En vez de imponer significados, escucha lo que los materiales dicen. Y así, en lugar de representar un paisaje, lo encarna. En lugar de hablar por las otras —las especies, las mujeres, las memorias—, las convoca a estar.
Esta inscripción ética no es menor. En un campo artístico aún fuertemente antropocéntrico y masculinizado, el gesto de recoger, trenzar, secar, anudar, reaparece como una forma de saber que ha sido históricamente subestimada. Pero aquí, se vuelve manifiesto. No hay manifiesto escrito, pero hay una insistencia material, una política del hacer, una intuición de que habitar el arte es también habitar el mundo desde otra sensibilidad.
Una invitación a habitar de otro modo
Hacia el cuerpo del paisaje no es solo una muestra que puede visitarse: es un entramado sensible que invita a ser habitado. Quien entra en sala no contempla desde fuera, sino que es envuelto por un dispositivo que rehúsa toda espectacularidad para proponer, en cambio, una experiencia de proximidad. Las obras no se imponen; susurran.
En este susurro colectivo, que es también una forma de resistencia a la violencia perceptiva del presente, las Cosecheras nos proponen un modo de estar en el mundo: recogiendo lo que otros descartan, reconociendo saberes relegados, anudando historias con manos que aún recuerdan.
Desde el cuerpo expandido que es la instalación hasta la curaduría comprometida con el largo tiempo de la práctica, Cosecheras encarna una poética del cuidado. No como slogan, sino como acto insistente: cuidar el tiempo, cuidar los materiales, cuidar las tramas que nos vinculan. Es, en definitiva, una apuesta por una sensibilidad que no separa naturaleza y cultura, técnica y afecto, política y materia.
Y en ese gesto, que es también un llamado, la muestra nos recuerda que quizás no haya paisaje sin cuerpo que lo recorra, sin mano que lo trame, sin ojo que lo reconozca como lugar habitable.