Por Julieta Ogando
Laura Varangot, Luz Iriarte, María Magdalena Freixas, Victoria Cantarelli, Luz Roque Posse & Soledad Benito
Museo del Agua
15 may 2025
Suspender el tiempo, habitar el líquido
El cuerpo contiene la respiración. Los segundos se hacen largos. La presión en el pecho no viene solo del agua: viene del tiempo. Del tiempo detenido, del tiempo que exige otra escucha. Es en ese umbral entre el afuera y el adentro donde se abre APNEA – La pausa sumergida, la muestra colectiva curada por Laura Varangot y producida por María Carolina Baulo en el Museo del Agua.
El texto poético que da inicio a la muestra —escrito por la misma curadora— no funciona como una guía sino como una inmersión directa. No se explica: se habita. “Contenés el aire. Te quedan no más de 33 segundos. Te atrevés y descendés… soñás branquias.” Así comienza la experiencia, como quien se lanza sin más hacia una profundidad que no es sólo metafórica, sino sensorial y corporal.
La curaduría evita los discursos programáticos. No hay manifiestos ni manifiestos en negativo. Lo que hay es un trabajo de orquestación de sensibilidades donde cada obra actúa como una burbuja que, en lugar de aislar, conecta. En vez de una línea argumental, Varangot propone un ritmo de inmersión, un juego de densidades. La respiración contenida se convierte en una metáfora expandida: respirar, en esta muestra, es una práctica estética, y a la vez, política.
Lo acuático no aparece aquí como recurso decorativo ni como emblema climático. Es materia activa, estado del cuerpo, lengua común. Todas las obras comparten una sensibilidad líquida, no en el sentido fácil de lo blando o lo fluido, sino en su capacidad de rodear, envolver, mutar.
Este gesto curatorial no sólo acompaña las obras, sino que las sintoniza. No las subordina a un tema, sino que las deja sonar juntas como un coro subacuático. La “pausa sumergida” del título no es una suspensión sin consecuencias: es una estrategia para desarmar el ritmo acelerado del presente y activar otras formas de atención, otras formas de conexión.
Curar como quien contiene el aire
Ritmo, atmósfera y afecto en la pausa sumergida
Hay curadurías que guían. Otras que imponen. Algunas que se camuflan. Y hay, cada tanto, curadurías que respiran con la obra. APNEA – La pausa sumergida pertenece a este último grupo. Más que ordenar piezas, lo que hace Laura Varangot es proponer un ritmo. Una coreografía de imágenes, texturas, materiales y vacíos que se relacionan más por resonancia que por contraste.
Lo primero que se percibe al entrar no es el concepto, sino el clima. La sala —prolongación del Museo del Agua— se transforma en un territorio suspendido, con zonas de luz tenue, telas flotantes, transparencias inquietas y sonidos callados. Nada grita. Todo murmura. Pero no hay blandura ni evasión: hay intensidad contenida, como en la apnea misma.
El texto curatorial, presentado como una suerte de poema narrativo en primera persona, funciona como clave de lectura y como declaración estética. Varangot no escribe desde el afuera. Es artista y curadora. Y ese cruce se nota: cura como quien escucha desde el cuerpo, no desde la grilla. La narrativa curatorial no es argumentativa, sino sensorial. No se explica, se sumerge.
La exposición no está organizada por bloques temáticos ni por biografías. El recorrido propone una deriva, un descenso controlado, un ir y venir entre flotación y densidad. Las obras se agrupan por intensidad material, por cómo reflejan, absorben o distorsionan la luz. El montaje deja zonas de vacío —espacios para detenerse, para que el cuerpo del espectador también participe de esa respiración suspendida.
En un momento donde muchas muestras funcionan como puestas en escena para la circulación en redes, APNEA apuesta por lo opuesto: la ralentización, el contacto, la vibración táctil. No hay manifiesto ecológico explícito, pero el agua está en todas partes. No como símbolo, sino como lenguaje. Cada obra toma una forma distinta del agua: vapor, corriente, humedad, superficie espejada, profundidad oscura.
En ese sentido, la curaduría de Varangot se alinea con una genealogía de prácticas donde el arte no busca representar el mundo, sino producir una experiencia de estar en él, aunque sea por un instante suspendido, silencioso, sin aire. Pero lleno de sentido.
Lo líquido como lenguaje
Laura Varangot
"MIRLOS" (videoacción, 2009)
La obra de Laura Varangot —quien además de curadora es artista participante— se sitúa en el origen mismo del gesto de esta muestra. El video "MIRLOS" funciona como umbral de entrada: en él, vemos a la artista y a su pareja, Richard Sturgeon, sumergidos en el río Los Reartes. El cuerpo, lento, se pliega al ritmo del agua, y la cámara acompaña.
El video está insertado dentro de una columna, en una pantalla de pequeño formato. No hay gigantismo ni artificio. Hay una estrategia clara: forzar al espectador a acercarse, casi a asomarse al secreto. Como si el agua —esa memoria primitiva del cuerpo— no se pudiera ver a distancia.
Conceptualmente, "MIRLOS" trabaja con el cuerpo como superficie permeable: la piel como “membrana”, el río como espacio de tránsito de lo humano, lo vegetal y lo mineral. No hay separación entre cuerpo y entorno. La obra se suma, sin necesidad de subrayarlo, a una tradición del arte performático argentino que piensa la inmersión como forma de conocimiento y de cuidado, desde Ana Mendieta hasta la escena actual del video-arte ecológico.
Varangot no representa el agua. La deja actuar. Y con ella, propone una ética que atraviesa toda la muestra: no mirar desde la orilla, sino sumergirse para sentir.
Luz Iriarte
“Dualidad” (instalación, 2025)
Si hay una obra que materializa la palabra flotar, es “Dualidad”, de Luz Iriarte. Veinte piezas de mediasombra cuelgan del techo en distintas alturas, apenas sujetas por tanza, generando un paisaje suspendido. Algunas caen en espirales retorcidos. Otras se arquean como olas detenidas. El espacio que ocupan es atmósfera, es temperatura, es ritmo visual y corporal.
La elección del material es clave. La mediasombra, un textil industrial asociado a la protección, al filtrado y a lo precario, se convierte aquí en materia poética. Azul, verde, negra, blanca: las tonalidades no saturan, sino que susurran. La obra no busca representar el mar sino invocar su ambigüedad. Vista desde abajo, es cielo. Desde los costados, un océano. Desde dentro, un entre.
Iriarte trabaja con la idea de dualidad sin moralizarla. No hay oposición entre luz y sombra, entre cielo y mar. Hay cruce, mezcla, vibración. La obra rehúye la espectacularidad para ofrecer una experiencia sensorial envolvente: no se mira desde afuera, se atraviesa.
Su concepto curatorial lo resume: “La textura de la mediasombra añade un aire de misterio… cada observador descubre su propia interpretación en el juego de luces”. Esta invitación al desplazamiento perceptual es coherente con la lógica general de la muestra: nada es definitivo, todo está en flujo.
María Magdalena Freixas
"Atesoros" (instalación, 2025)
María Magdalena Freixas nos lleva al fondo. Pero no al fondo como hundimiento, sino como territorio de acumulación silenciosa. Su instalación "Atesoros" se despliega en varias partes: telas negras pintadas con acrílico que flanquean una estructura colgante tejida en red, con borlas de seda natural y un objeto-máscara en madera tallada con lanas e incrustaciones doradas.
A primera vista, la obra parece devocional. Pero su forma no remite a una liturgia conocida. La pintura es oscura, casi ingrávida; la red es liviana pero cargada; y el objeto central, aunque escultórico, conserva una ambigüedad casi chamánica. Como si todo fuera parte de un ritual sin nombre.
En palabras de la artista: “Las sombras dejan de ser ausencia de luz para convertirse en espacio, profundidad y enigma” Y es exactamente eso lo que propone esta pieza: un desplazamiento de sentidos. La sombra no es lo que no se ve, sino lo que permite ver de otra manera. Cada componente —textil, madera, brillo— parece portar una historia mínima, un secreto.
La obra trabaja con lo íntimo sin caer en la exposición. Y su fuerza está en esa tensión: entre lo recogido y lo revelado, entre lo blando y lo ceremonial, entre lo fragmentario y lo cósmico. Es una obra que no necesita gritar para hacerse notar. Se siente como un susurro cargado de tiempo.
Victoria Cantarelli
“Baño de bosque” (políptico, 2025)
En una sala dominada por piezas colgantes, telas traslúcidas y materiales textiles, el políptico de Victoria Cantarelli se impone como un muro vegetal que respira. Pintado sobre siete paneles de tarlatán, el conjunto compone un gran paisaje vertical de árboles y humedales. Pero lejos de reproducir la idea clásica del bosque, la obra propone una experiencia envolvente, densa, casi hipnagógica.
Cantarelli trabaja con la tensión entre lo estable y lo mutante. Lo pictórico se vuelve atmósfera: hay capas, hay veladuras, hay zonas donde el pigmento se deja absorber por la trama del soporte, y otras donde los árboles se erigen como columnas calladas. La artista parece entender que el bosque no se mira: se escucha con los ojos.
El texto curatorial —escrito por Carolina Baulo— lo explica con precisión: “el agua domina desde la ausencia, se percibe latente”. Es cierto: aunque no haya representación directa de agua, la humedad se siente. Está en el tono, en el ritmo, en la forma en que las líneas se interrumpen y recomienzan, como raíces que buscan dirección.
"Baño de bosque" es también una pieza que habla de cuidado y tránsito, de entrega y de transformación. En una época donde lo verde se instrumentaliza como marca o estética, esta obra recupera el poder del paisaje como refugio psíquico, como camino de conocimiento. No se trata de ilustrar la naturaleza. Se trata de dejarse afectar por ella.
Luz Roque Posse
Tapiz / Bitácora del Agua (instalación expandida, 2025)
Si el agua puede contener memoria, entonces la obra de Luz Roque Posse es su bitácora. Su instalación —compuesta por tres paneles con más de cincuenta fragmentos trabajados en técnicas mixtas sobre papel, textiles y plásticos reciclados— no se presenta como obra cerrada, sino como proceso visible, en expansión, en tránsito.
Cada pequeño fragmento parece extraído de un cuaderno íntimo, una zona de prueba o de desahogo. Juntos, sin embargo, configuran una topografía emocional y líquida, una narrativa no lineal donde el agua aparece como símbolo y como método. Hay estallidos de color, trazos nerviosos, manchas suaves, hilos que unen o separan. Es una obra que se deja leer como se leen los márgenes de un diario: no dice todo, pero deja pistas.
Su memoria conceptual lo declara con claridad: “El agua no teme cambiar de estado. Puede ser sólida, líquida o vapor, pero nunca deja de ser ella misma. En mi tránsito, aprendí que la transformación es parte del proceso.” Es una afirmación poderosa en un mundo que exige permanencia, definición y resultado. Aquí, la transformación es la obra, y la resiliencia, su estética.
Esta pieza podría verse como una pared de bocetos. Pero verla solo así sería un error. Es, en cambio, una cartografía de vulnerabilidad construida desde la multiplicidad y la fragmentación, sin perder nunca su dirección ni su anclaje emocional.
Soledad Benito
Reflejos (instalación, 2025)
La obra de Soledad Benito se despliega como un río quieto. Compuesta por cinco piezas de voile intervenidas con acrílico, dispuestas a lo largo de más de quince metros, su instalación juega con la transparencia, la superposición y la luz como si estuviera coreografiando el movimiento del agua.
Benito no representa el mar: lo emula, lo habita, lo ofrece. La tela liviana vibra con cada paso del espectador, generando destellos que se transforman con la luz del espacio. La paleta evita el cliché del azul: aparecen rosados, plateados, amarillos y violetas, como si los reflejos del agua fueran traducciones emocionales antes que espectaculares.
Lo más logrado de esta obra es su capacidad de hacer del espacio una experiencia de inmersión suave y amorosa. No hay agitación ni grandilocuencia. Lo que hay es ritmo. Y eso, en una muestra que se piensa desde la apnea, es clave: "Reflejos" es respiración, pausa, movimiento interno. Es también una manera de invitar al espectador no solo a mirar, sino a sentirse contenido.
La obra logra algo poco frecuente, convierte la pintura en atmósfera, y la atmósfera en experiencia compartida. Como si cada capa de voile fuera también una capa de conciencia, de deseo, de quietud. Soledad Benito construye la posibilidad de flotar.
Respirar, flotar, suspender
La experiencia de recorrer APNEA no se parece a la de visitar una muestra en el sentido convencional. No hay un recorrido lineal, ni una tesis curatorial que busque ser demostrada. Tampoco hay una promesa de espectacularidad o de novedad. Lo que hay es una lógica de la suspensión, del aliento contenido, del tránsito interior. Y eso, en sí mismo, ya propone una estética y una política.
La apnea —respirar, detenerse, sumergirse, volver a emerger— funciona como estructura formal y emocional de la muestra. Lo que Varangot plantea no es solo una metáfora poética, sino un modelo perceptivo: el espectador entra en un estado alterado de atención, donde las categorías convencionales de ver y leer se diluyen. Las obras no se consumen: se atraviesan como si fueran corrientes lentas.
Estética de la lentitud y del cuidado
Frente a la aceleración constante del presente —marcado por el scroll infinito, la lógica de la productividad y el vértigo informativo— APNEA propone un arte que ralentiza, que exige tiempo, que trabaja con la percepción como territorio afectivo. Es una muestra que parece leerse en clave de lo que Byung-Chul Han ha llamado “la sociedad del cansancio”: una época donde el exceso de positividad se transforma en violencia. APNEA, en cambio, se ofrece como espacio de reposo y regeneración.
No se trata de evadir el conflicto, sino de proponer otras formas de implicación. Al igual que en algunas prácticas contemporáneas del ecofeminismo o del pensamiento decolonial, la muestra reivindica el cuidado como categoría estética. Cuidar los materiales, cuidar el ritmo del cuerpo, cuidar las memorias. Como si el arte no fuera una herramienta para representar el mundo, sino una forma de sostenerlo.
Filosofías del cuerpo y del agua
Desde la fenomenología de Merleau-Ponty hasta las imágenes del devenir en Deleuze, el cuerpo ha sido pensado como medio, superficie, interfaz. En APNEA, ese cuerpo se presenta como umbral poroso entre lo individual y lo colectivo. Las obras invitan al espectador a habitar su sensibilidad, a experimentar el entorno de manera situada y envolvente.
Y si el cuerpo es la membrana, el agua es el lenguaje. Como plantea Vilem Flusser, los medios líquidos —a diferencia de los sólidos— no se almacenan, se transmiten. Son flujos, redes, canales. Lo líquido no fija, circula. En este sentido, la muestra trabaja con el agua no como símbolo, sino como estructura profunda: todo lo que vemos se comporta como el agua. Cambia, tiembla, rodea.
En cada instalación, el agua está como textura, como memoria, como condición. En cada artista, la transformación es parte del proceso, no una amenaza. El archivo se vuelve líquido. El cuerpo, poroso. El arte, una forma de respiración lenta.
Emerger con otra sensibilidad
APNEA – La pausa sumergida no busca gritar más fuerte que el mundo. En cambio, decide susurrar dentro de él, producir un desplazamiento suave pero persistente en la percepción, en la forma de habitar el tiempo, en la manera de estar con el otro. Y ese gesto, en el contexto del arte contemporáneo argentino, es radical.
Frente a la espectacularización del arte como “evento” o “noticia”, esta muestra se organiza como una zona de silencio y escucha compartida. No compite, no se acelera. Propone, en cambio, un espacio donde el arte no tiene que justificarse, sino dejar que su vibración lenta afecte al cuerpo, al ritmo, al pensamiento.
En lugar de retóricas explícitas sobre lo ecológico o lo social, APNEA trabaja desde el cuidado curatorial y la potencia simbólica del agua para construir una ética sensible que atraviesa las obras, el espacio y la relación con el espectador. El Museo del Agua se convierte así no en escenario, sino en cómplice: el arte no se exhibe, se sumerge.
Cada artista aporta una capa de ese descenso colectivo. Desde la bitácora íntima de Luz Roque Posse hasta la inmersión atmosférica de Soledad Benito; desde el bosque ritual de Victoria Cantarelli hasta las sombras densas de Magdalena Freixas; desde la danza textil de Luz Iriarte hasta el río performático de Varangot, todas las obras se afectan mutuamente sin anularse. La muestra es coral, pero cada voz tiene su textura.
Y eso no es menor: en una época donde los relatos tienden a la homogeneización o al statement urgente, APNEA apuesta por lo ambiguo, lo poroso, lo mutante. No se organiza en torno a una consigna, sino a un estado: el de contener el aire, el de habitar la pausa, el de prepararse para emerger distinta, distinto, distintos.
No sabemos si una muestra puede enseñarnos a respirar de nuevo. Pero APNEA al menos lo intenta. Y en ese intento, logra algo difícil: no solo mostrar obras, sino ofrecer una forma de estar con ellas, con las otras personas, con el agua, con el tiempo.
Y quizás eso, en estos días, sea más que suficiente.