Hay artistas que piensan con el color, y hay otros que escuchan con las formas. En la muestra de Pérez Seoane y Regueiro —cómodamente alojada en las reglas del juego abstracto, pero no por eso predecible— lo que vibra es esa tensión entre la música y la arquitectura. Lo plano no es superficie sino partitura. La línea no divide: guía.

Las composiciones, ajustadas como un mecanismo de relojería, se abren a una lectura que no es solo visual. Invitan al cuerpo a recorrerlas en silencio, como quien se adentra en un código que no necesita ser descifrado para tener efecto. Hay algo de insight, sí —como lo señala en el texto curatorial María Amato—, pero también algo de ecosistema sintético: formas puras que se replican, se traducen y se extienden en un espacio que se vuelve escenografía de la percepción.

Las esculturas de Pérez Seoane, espejos tridimensionales de sus pinturas, dan un paso más allá: toman el color y lo vuelven volumen. Su lenguaje formal, de raíz casi tipográfica, se multiplica en un alfabeto que se adhiere a la lógica digital, sin dejar de ser analógico. Es un glitch suave, contenido. Y ahí, entre lo mecánico y lo intuitivo, se cuela una idea poderosa: ¿puede una forma contener una emoción?

En el caso de Regueiro, el espacio pictórico es una red de tensiones donde las formas orgánicas flotan entre el recuerdo y la inquietud. Su obra parece operar como un archivo emocional de la cotidianidad: rastros, fragmentos, diálogos que se reconfiguran en clave visual. Hay un trabajo con el vacío que no es ausencia, sino posibilidad. Cada pintura activa un territorio simbólico donde el color, lejos de ser fondo, se transforma en atmósfera. Lo que se muestra no es lo que fue, sino lo que permanece vibrando.

La muestra funciona como un experimento sobre la atención. En una época dominada por el vértigo, estos trabajos proponen algo radical: mirar lento. Dejar que la geometría diga algo más. Y quizás —solo quizás— escuchar en las formas el eco de una certeza íntima que no sabíamos que estábamos buscando.