BORDE CERO y la práctica colectiva como acto estético

viernes, 4 de julio de 2025

No siempre lo nuevo es lo que más ruido hace. Y no siempre lo que menos ruido hace es lo menos urgente.

La muestra Todos los cuerpos, el cuerpo de BORDE CERO no busca instalar una novedad formal ni seducir con una narrativa de ruptura. No intenta “impactar”, ni “cuestionar el sistema del arte” con mayúsculas. Su gesto es más sutil y, por eso mismo, más radical: inventar una forma de hacer que se sostenga en el tiempo, sin fórmulas, sin líder, sin firma única. Una forma de producir que no encuentra su fuerza en la excepción, sino en la continuidad.

En el ecosistema contemporáneo, donde el artista muchas veces queda atrapado entre el aislamiento del yo-proyecto y la estetización de la autoexplotación, este tipo de prácticas devuelven el foco a la dimensión relacional del arte. No como accesorio, sino como estructura: aquí la obra no se entiende sin el proceso, y el proceso no se entiende sin la convivencia. El resultado —una instalación colectiva, delicada, material y vibrante— importa menos como objeto y más como testimonio de un modo de estar en el mundo. Un modo de estar con otres, con las cosas, con el espacio.

Trabajar en colectivo no es, por sí solo, un gesto disruptivo. Pero sí lo es resistir la tentación de hacerlo bajo lógicas horizontales solo en lo declarativo, o bajo estilos colectivos que terminan homogeneizando la obra. BORDE CERO no cae en esas trampas. Su fuerza está en mantener viva una práctica que no necesita borrar las diferencias para convivir. Como dijo una de sus integrantes, se trata de “construir un nosotros” no como identidad, sino como oficio. Algo que se trabaja, se repara, se ajusta. Día a día.

Ese gesto —frágil, inestable, cotidiano— es, quizás, uno de los más potentes que el arte puede ofrecernos hoy. En una escena cada vez más acelerada, productivista y performativa (en el peor sentido), BORDE CERO ensaya una ética de la lentitud, del cuidado y de la negociación. No espectaculariza el conflicto, pero lo deja aparecer. No clausura el sentido, pero lo enmarca con atención. Y sobre todo, no busca representar una comunidad, sino practicarla.

En ese sentido, es una obra que rehúye de los mandatos contemporáneos de visibilidad plena. No hay gesto heroico. No hay artefacto central. Hay atmósferas, fragmentos, zonas de contacto. Hay bordes, justamente. Bordes que no dividen, sino que permiten rozar, tocar, cruzar.

Este tipo de propuestas no siempre entran fácil en los circuitos del reconocimiento. Son difíciles de archivar, de documentar, de explicar. No responden del todo a las lógicas curatoriales tradicionales, ni al formato de exposición como evento. Y sin embargo, son fundamentales. Porque nos recuerdan que otra práctica es posible. Que hay otras formas de insistir: más pequeñas, más colectivas, más porosas. Y que si el arte contemporáneo quiere seguir siendo un lugar donde se ensaya la imaginación crítica, tal vez necesite volver a mirar con atención estas formas de hacer que no buscan figurar, pero dejan huella.

No sabemos si estas propuestas son la respuesta a algo. Pero sí sabemos que son una pregunta. Una pregunta compartida. Y en tiempos como estos, eso ya es mucho.