By Julieta Ogando

Entre dos Aguas: Tres miradas, un mismo territorio

Entre dos Aguas: Tres miradas, un mismo territorio

Entre dos Aguas: Tres miradas, un mismo territorio

Carolina Franco, Miski Mayo Esquibel y Facundo Cañazares

UGallery

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Jul 18, 2025

Entre cuerpos, territorios y tiempo: sobrevivir en la imagen

“Las imágenes no están en el tiempo, son trozos de tiempo condensado, nudos de tiempo. […] Sobreviven. Y esa supervivencia es su poder.”

— Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo

Hay zonas del lenguaje que no son territorios fijos, sino cauces móviles. Palabras que, como ciertos ríos, no dibujan fronteras sino pasajes. En la muestra Entre Dos Aguas, ese “entre” no es una preposición de tránsito ni un simple juego de localización: es una forma de existencia. Un umbral. Una condición inestable, pero fértil.

Aquí el territorio no es un mapa ni una identidad cerrada: es cuerpo, es rito, es material vibrante que late entre la historia y el deseo. Carolina Franco, Miski Mayo Esquibel y Facundo Cañazares —tres artistas jujeños con lenguajes y trayectorias distintas— se sumergen en ese “entre” para pensar el tiempo desde la imagen. No como línea ni como archivo muerto, sino como condensación viva. Como algo que insiste, que retorna, que se desplaza.

Sus obras no ilustran. Sobreviven. Y en esa supervivencia —como en la fiesta, el gesto, la madera tallada o la pintura que se fractura— se abre un espacio de preguntas. ¿Qué resta cuando ya no miramos un paisaje, sino que lo encarnamos? ¿Qué tipo de memoria construye una imagen que no representa, sino que pulsa? ¿Qué cuerpos pueden aún decirnos algo en medio del ruido?

Entre Dos Aguas propone una navegación que no busca orilla, sino tensión. Un vaivén entre lo que fue, lo que vibra y lo que, quizás, todavía está por decirse.


Una muestra, un gesto: desde el centro, hacia el entre

Entre Dos Aguas inaugura un nuevo capítulo en UGallery, el espacio de arte de la Universidad de Congreso. Con sede en Buenos Aires y corazón federal, UGallery se presenta como un puente: no entre márgenes, sino entre mundos creativos que rara vez se encuentran en igualdad de condiciones. La muestra —curada por el equipo de la galería y nutrida por un proceso de investigación territorial— apuesta por visibilizar prácticas artísticas contemporáneas que nacen, respiran y se expanden fuera del circuito porteño.

En ese gesto hay una declaración política: traer a la escena porteña no un recorte exótico de “lo provincial”, sino una constelación viva de imaginarios y lenguajes que existen por derecho propio. Y hacerlo sin folklore, sin postalismo, sin el tono condescendiente con el que muchas veces se lee “el arte del interior”. Acá no hay pintoresquismo: hay tensión, hay cuerpo, hay presente.

El recorte curatorial evita el trazo grueso. No se propone representar a una región, ni menos aún a una identidad unificada, sino abrir un campo de diálogo entre artistas cuyas prácticas divergen en forma, técnica y sensibilidad, pero confluyen en una búsqueda común: pensar el territorio como una experiencia en disputa.

Desde esa premisa, Entre Dos Aguas no sólo enuncia una procedencia geográfica —Jujuy—, sino que la problematiza. Porque el territorio, en esta muestra, no es un fondo sobre el cual se montan las obras. Es un actor más: tenso, simbólico, múltiple. Y el arte, en lugar de cartografiarlo, lo hace vibrar.


Lo múltiple en lo singular: tres artistas, un mismo temblor

Carolina Franco – Archivo en carne viva

Carolina Franco, fotógrafa jujeña y gestora del proyecto editorial Ceremonias, trabaja con el carnaval no como un evento representable, sino como una zona de intensidad simbólica y afectiva. Lo que captura no es solo lo que se ve, sino lo que insiste: gestos, polvaredas, sombras, cuerpos que se duplican en el humo.

A través de exposiciones prolongadas, Franco convierte su cámara en una coreógrafa del tiempo. Nada está quieto, y sin embargo todo queda suspendido. Lo que en otras manos sería una postal costumbrista, aquí se convierte en collage performático, en imagen-palimpsesto. Un ejercicio técnico tan riguroso como intuitivo: no hay montaje digital, sino composición in situ, como si la cámara misma estuviera celebrando.

Lo que Barthes llamaba punctum —ese detalle que nos hiere, que no podemos ignorar— aparece aquí multiplicado. Cada toma es una punzada ritual. El humo no es solo atmósfera: es velo, es memoria, es duelo. Y como en el archivo del que habla Geoffrey Batchen, lo que se conserva no es solo lo visible, sino también el deseo de que algo permanezca.

Franco no fotografía la fiesta: se sumerge en ella. No observa desde afuera: respira con la multitud. Y ahí radica su potencia. Como señala Susan Sontag, toda imagen tiene una carga ética. En este caso, la ética se funde con la poética: no hay distancia, hay inmersión.

Cada fotografía de Franco es un cuerpo que no se deja atrapar, pero que deja rastros. Como todo ritual que se honra de verdad, vive del exceso, del temblor, de la aparición.

Miski Mayo Esquibel – El grito lento de la madera

Si la fotografía de Franco nos sacude, la escultura de Miski Mayo Esquibel resiste. Su trabajo con maderas nativas —cedro, pacará, palo santo— no busca pulir ni domesticar el material: lo deja hablar. Esquibel no oculta las grietas ni el desgaste; al contrario, las hace visibles, las vuelve estructura, gesto. Como si la historia —no solo la personal, sino la territorial— pudiera tallarse con la paciencia de quien escucha más de lo que impone.

Sus figuras están atravesadas por una dimensión simbólica que excede lo visual. La llama, por ejemplo, aparece como emblema doble: cuerpo ritual y cuerpo histórico. Animal de carga, de uso y de fiesta; ser marcado en la celebración de la señalada y explotado durante la colonización. En esa dualidad se juega algo central en su obra: el cruce entre la violencia y la pertenencia, entre lo ceremonial y lo político.

Lo surreal se mezcla con lo local. Hay deformaciones poéticas, escalas improbables, criaturas que oscilan entre lo humano y lo bestial. Pero nunca se pierde el anclaje: cada obra está hecha desde y para una geografía concreta. Como diría Benjamin, la historia aparece aquí no como línea cronológica, sino como ruina: restos que se incorporan a una nueva forma.

Y si, como sugiere Krauss, el arte contemporáneo puede pensarse desde lo informe —desde aquello que desafía los moldes establecidos—, entonces Esquibel talla no solo con herramientas, sino con silencios, con fisuras. La madera, en sus manos, se convierte en voz subalterna.

Lo que se ve no es lo que representa, sino lo que reclama. Y ese reclamo no grita: cruje.

Facundo Cañazares – Pintar con lo que no se dice

Las pinturas de Facundo Cañazares no terminan de mostrar ni de ocultar. Sus cuerpos aparecen fragmentados, sus rostros a medio hacer, sus gestos a punto de desvanecerse. Hay algo en ellos que tiembla, que no se deja fijar. No porque falte técnica —todo lo contrario— sino porque el mundo, tal como lo percibe, está hecho de fragmentos que apenas se sostienen.

En su serie más reciente, Cañazares trabaja con restos: de memoria, de objetos, de discursos. La figura humana comparte espacio con animales, elementos del consumo masivo, signos lingüísticos. Lo simbólico y lo doméstico se mezclan en un plano pictórico donde nada está completamente a salvo.

Hay en su obra un gesto Deleuziano: el cuerpo como devenir, como territorio de pasaje. Las imágenes se pliegan, se desplazan, se contaminan. A veces parecen citas visuales; otras, residuos del inconsciente. No sorprende que el artista se refiera a su método como una práctica de asociación libre.

Y si la pintura tiene aún algo de redención, en Cañazares no es redención por armonía, sino por tensión. Por esa línea que tiembla. Por esa figura que se desarma. Por ese fondo que parece tragar la forma. Hay algo de Clark en su mirada social: la representación es también una crítica a lo que se nos impone como “real”.

Sus personajes no esperan ser comprendidos. Basta con que sobrevivan al cuadro. Y que, de algún modo, nos devuelvan esa extraña forma de estar que es no encajar.


El cruce como práctica: territorio sin mapa, memoria sin centro

Reunir en una misma sala los lenguajes de Carolina Franco, Miski Mayo Esquibel y Facundo Cañazares no implica trazar una línea curatorial recta. Implica aceptar la torsión. Implica, también, entender que Entre Dos Aguas no busca una síntesis. Lo que propone es otra cosa: una fricción activa entre gestos, memorias y materiales que, puestos en relación, no se disuelven, sino que se potencian.

El territorio —ese término tan sobado, tan disputado, tan fácilmente convertido en consigna— no aparece aquí como una superficie a representar, sino como un dispositivo poético y político que se construye en el hacer. Lo que une a estos tres artistas no es la coincidencia geográfica, sino una forma compartida de abordar el espacio: no como un fondo, sino como un cuerpo que se habita, se cuestiona y se transforma.

En ese sentido, la muestra actúa como un archivo, pero no como acumulación o fijación de sentido. No hay taxonomías ni categorías ilustrativas. Lo que hay son huellas, capas, interferencias. Como dice Didi-Huberman, las imágenes que sobreviven son las que se resisten a ser resueltas. Entre Dos Aguas se instala en ese lugar de lo irresuelto, donde el arte no explica, sino que inquieta.

La fotografía de Franco, las esculturas de Esquibel y las pinturas de Cañazares no dialogan para armonizar. Lo hacen para perturbar el marco desde el cual solemos mirar lo “local”, lo “popular” o lo “contemporáneo”. El entre no es solo una zona simbólica: es una metodología.

No hay una voz única ni una estética dominante. Lo que hay es un mapa en movimiento, un conjunto de latencias que se activan en relación. Lo que hay es cruce. Y en ese cruce, una posibilidad de volver a mirar sin saber del todo desde dónde.


De la periferia al pulso

En una escena porteña donde la lógica del radar artístico suele girar en círculos demasiado concéntricos, Entre Dos Aguas irrumpe como una invitación a descentralizar no sólo la geografía, sino también la sensibilidad. No se trata de “dar lugar” a voces del interior —ese gesto condescendiente que a veces es más decorativo que transformador—, sino de permitir que esas voces tensionen los marcos desde los que entendemos qué es lo contemporáneo.

La muestra no se limita a “mostrar lo que se hace en Jujuy”, sino que hace algo más incómodo y valioso: pone a prueba las condiciones de circulación, legibilidad y reconocimiento de ciertas prácticas que no están hechas para complacer al ojo entrenado en el canon urbano. Porque ni la imagen múltiple de Carolina Franco, ni la madera que resiste en Miski Esquibel, ni la pintura afectiva y rota de Facundo Cañazares encajan del todo en las vitrinas habituales.

Y sin embargo, encarnan una contemporaneidad que no necesita pedir permiso: una que está hecha de ritos vivos, de cuerpos tensos, de materiales que hablan con acento propio.

La curaduría asume un riesgo: reunir artistas sin imponer una estética común, dejando que la tensión entre sus lenguajes genere una vibración disonante, pero fértil. Es una muestra que no se deja recorrer en piloto automático. Exige que el espectador se detenga, se desoriente, y quizás —si tiene suerte— se deje afectar.

¿Qué aporta esta muestra? Una forma de arte que no se acomoda, que no decora, que no espera validación centralista. Un arte que camina desde el norte con la memoria al hombro y el cuerpo abierto.


Lo que todavía vibra

¿Qué hay entre dos aguas?

El rumor de una historia que aún no termina de escribirse.

El tiempo, suspendido.

El cuerpo, multiplicado.

La memoria, de pie.

This photo captures the overall atmosphere of the MAPA fair space during the event. The venue, characterized by its industrial architecture, is filled with attendees mingling and viewing the artworks. The setup includes several pieces of art displayed along the white walls of the gallery, illuminated by the venue's lighting, contributing to a vibrant and engaging atmosphere.

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