By Julieta Ogando

En la sombra de la abstracción

En la sombra de la abstracción

En la sombra de la abstracción

Alfredo Carracedo – Grupo Joven

Galería Towpyha

-

Jun 11, 2025

Alfredo Carracedo y el arte de no figurar

En un presente donde todo parece diseñado para la visibilidad, una muestra póstuma reconstruye la obra de un artista que trabajó durante cuatro décadas sin firmar, sin vender y sin exponer. En la sombra de la abstracción presenta el universo de Alfredo Carracedo (1927–2000), figura fundacional del Grupo Joven, cuyas líneas, trazos y decisiones rehuyeron siempre el canon, el mercado y la notoriedad. Una arqueología visual y política de la resistencia geométrica.


Entre el olvido y la línea

¿Dónde van a parar los artistas que no quisieron entrar en el circuito? ¿Qué lugar se les asigna en los relatos oficiales del arte argentino? En la sombra de la abstracción, la muestra que inaugura la nueva sede de la galería Towpyha en San Telmo, propone algo más que una revisión: ofrece un montaje-rescate, un gesto curatorial que restituye presencia a quien eligió el margen.

Alfredo Carracedo fue pintor, diseñador, docente y, sobre todo, fue un artista que decidió mantenerse fuera del mapa. Su obra, en gran parte realizada entre los años 50 y 80, permaneció inédita hasta hoy. Ni salones, ni ferias, ni mercado. Dibujó sobre papeles reciclados —de Vialidad Nacional o Puertos Argentinos— y creó un archivo que no pretendía trascender. Y sin embargo, aquí estamos: rodeados de esas líneas precisas, puntillismos obsesivos y geometrías que hablan de una modernidad que quiso reinventarse a pesar de todo.

Esta es la primera vez que se presenta su producción de forma individual. Y aunque el título alude a una sombra —esa penumbra donde Carracedo eligió trabajar—, la muestra ilumina una parte de la historia del arte argentino que permanecía eclipsada: la de los que no se adaptaron ni se rindieron. Los que, como él, hicieron del papel un manifiesto, de la docencia una práctica estética, y del anonimato, una forma de resistencia.


Reescribir el pasado: el Grupo Joven y el gesto de la disidencia

Antes que estética, la abstracción fue para ellos una posición. En una Buenos Aires marcada por la censura, el conservadurismo y una academia anquilosada, los integrantes del Grupo Joven eligieron desobedecer. El nombre puede sonar amable, incluso ingenuo. Pero lo que encierra es otra cosa: una crítica feroz al sistema artístico de los años 50, a su educación formal, a su distribución institucional y al modo en que se legitimaban los sentidos del arte. Frente a una escuela que enseñaba a ser maestro antes que artista, ellos ensayaron otra vía: la del ejercicio, la del ensayo gráfico, la del manifiesto.

Fundado en 1946 bajo la consigna “No estamos a favor ni en contra de los hombres y luchamos por el arte”, el colectivo asumía que crear era, también, tomar partido. La palabra “luchamos” no era alegórica: respondía a un contexto hostil, donde la abstracción era difamada desde las tribunas oficiales. En su tiempo, el entonces ministro de Educación, Oscar Ivanissevich, los acusó de “anormales estimulados por la cocaína, la marihuana, el alcohol y el esnobismo”. Pero el gesto que marcó su disidencia no se limitó al discurso. En 1951, durante el Salón de Otoño, el Grupo Joven empapeló las paredes del edificio con consignas como “Los viejos a dormir” y “Basta de acomodos”, en una intervención que puede leerse hoy como una protoacción urbana: directa, política, irreverente.

No había lugar para ellos en los salones, ni en las becas, ni en el mercado. Y sin embargo, no dejaron de producir. A falta de exposición, inventaron circuitos alternativos: fanzines, manifiestos, cuadernillos llamados “Sueltos”, dirigidos a estudiantes, sindicatos, artistas anónimos. Allí convivían críticas a muestras de la Bauhaus, poemas de los miembros, traducciones de Nietzsche y textos como “Crisis”, donde afirmaban sin eufemismos:

“Todo está podrido. No obstante, el país está lleno de personas importantes. Sí, importantes dentro de un país en descomposición”.

Este archivo textual —valioso y aún poco revisado— funciona como contraplano discursivo de las obras que vemos hoy en sala. Y explica, en parte, por qué Carracedo, como otros integrantes del grupo, eligió no formar parte de los espacios de legitimación. A diferencia de Mac Entyre o Vidal, él se mantuvo en los márgenes. No por exclusión, sino por rechazo deliberado. Como si la lucha no fuera solo estética o política, sino también temporal: negarse a los tiempos del mercado, a las urgencias de la consagración, a la firma como fetiche.

Hoy, en pleno siglo XXI, cuando la palabra “colectivo” volvió a ganar presencia en las prácticas contemporáneas, revisar al Grupo Joven no es un ejercicio arqueológico. Es un acto de relectura. Un intento de reinscribir en el presente aquellos gestos que no encontraron su lugar en la historia oficial, y que sin embargo siguen ahí: resistiendo, como los dibujos de Carracedo, al borde de lo visible.


Entre el papel y la obstinación

Nada en la obra de Alfredo Carracedo parece querer llamar la atención. Y sin embargo, todo insiste. Lo hace en la repetición de patrones, en la evolución imperceptible de una línea, en la progresiva desmaterialización de la figura. Su trabajo no reclama visibilidad, pero tampoco se diluye. Permanece —callado, meticuloso, resistente— como quien dibuja para entender, no para mostrar.

La muestra En la sombra de la abstracción organiza el recorrido de su obra en tres núcleos que dialogan con las grandes tensiones de su tiempo: la ruptura con la figuración, la investigación formal en clave geométrica, y la expansión hacia prácticas como el diseño y la docencia. Pero lo más notable no es la división en etapas, sino la continuidad obstinada que atraviesa todo el archivo. Una fidelidad al acto de hacer, incluso cuando no había público, no había exposición, no había promesa de posteridad.

Las primeras piezas, realizadas en los años 50 durante sus años en el Grupo Joven, evidencian un proceso de desaprendizaje activo. Carracedo —como sus compañeros— venía de entrenarse en la copia de naturalezas muertas, de retratos al óleo, de una figuración académica que consideraban obsoleta. Su respuesta fue el ejercicio. El punto. La línea. La búsqueda casi infantil de una nueva forma. En estas obras, aún no firmadas ni fechadas, se perciben restos de la figura (una copa, una planta, una habitación), pero ya desplazados, ya abstraídos. Geometría sensible, si se permite el oxímoron: una abstracción que no elimina lo real, sino que lo reinventa desde el trazo.

A medida que avanza el recorrido, los papeles se vuelven más densos, las tramas más complejas, y los recursos más escasos. Carracedo trabajaba con lo que tenía: birome, lápiz, tinta china, papeles reciclados de la administración pública. No tenía taller; producía de noche, después de sus jornadas como docente. Lo suyo era un sistema de trabajo doméstico, modesto, casi secreto. Y sin embargo, la sofisticación formal que alcanza en sus últimas series desmiente toda precariedad: hay obras de puntillismo milimétrico, de simetrías matemáticas, de ritmo visual hipnótico. Como si la línea que comenzó vacilante en los años 50 encontrara, 30 años después, su forma más depurada.

En estas últimas piezas, hechas poco antes de que un desprendimiento de retina le impidiera seguir trabajando, la abstracción se convierte en una forma de meditación. Hay precisión, pero también entrega. Control, pero también trance. Una línea que no busca representar, sino pensar. Pensar en línea, con la línea, desde la línea.

Es difícil no pensar en el acto político de esta constancia. Carracedo no vivía del arte, pero tampoco se resignó a abandonarlo. Persistió. Y esa persistencia, ejercida en los márgenes, con materiales humildes y sin interés por la fama, es hoy uno de los mayores valores de su legado. En tiempos donde la visibilidad suele confundirse con la validez, su obra recuerda otra ética: la del trabajo silencioso, la del ensayo sin recompensa, la de la forma como búsqueda inagotable.


El artista como sombra: decisiones y rechazos

Alfredo Carracedo no quiso ser artista en el sentido que la institucionalidad suele exigir: no se insertó en el mercado, no compitió por premios, no participó en ferias, no buscó reconocimiento ni consagración. Durante más de cuarenta años produjo en silencio, firmando poco, fechando nada, sin dejar instrucciones para el futuro. Si hoy podemos hablar de su obra es porque alguien —su familia, y un comprometido equipo— se dedicó a reconstruirla. El archivo existía, pero no tenía narrativa. Estaba desordenado, sin huellas aparentes de jerarquía o linealidad. Todo estaba ahí, como dejado al cuidado del tiempo. O del olvido.

Esa negativa a “ser artista” según los parámetros hegemónicos no fue casual. Carracedo eligió la sombra. Según relató la curadora Marcela Astudillo, el propio Carracedo expresaba su incomodidad con el “esnobismo de los salones”, con “la presión de producir en los tiempos del mercado”, con “la lógica de visibilidad permanente”. El gesto de no entrar, de no exponerse, de no capitalizar su producción —ni simbólica ni económicamente— no puede ser leído solo como modestia: es una forma de rechazo activo, un modo de resistencia ética ante un sistema que exige presencia constante para validar existencia.

Trabajar en papel, reutilizar materiales, construir desde lo mínimo —cuando no lo marginal—, son elecciones que también pueden leerse como decisiones políticas. Carracedo tenía recursos para producir con otros soportes, pero no lo hizo. Prefirió el papel, la tinta, el trazo. La obra no necesitaba trascender el momento de su creación. No buscaba ni siquiera perdurar. Era, como se desprende de su modo de trabajo, un ejercicio continuo, casi íntimo, una forma de estudio. De allí que muchos de sus dibujos parezcan inacabados, que otros estén hechos sobre hojas cuadriculadas, recibos en desuso o formularios administrativos.

En un momento donde el reconocimiento era moneda de cambio, Carracedo operó como una figura casi impensable: un purista sin público. No hay marca de autor ni autoría marcada. Solo obra. Y ese despojamiento, que podría parecer desinterés, es en realidad una forma de coherencia radical. Su arte no es una marca personal, sino una forma de vida. O, más bien, una forma de estar en el arte sin ceder a sus exigencias externas.

Hay algo profundamente conmovedor en esa elección. Porque lo que hoy vemos como una estética austera, una poética del margen, fue en su momento una práctica sin nombre, sin lugar y sin archivo. Y sin embargo, este tipo de sombra, dejó rastro. La muestra actual es la materialización de ese rastro: una cartografía inversa hecha a posteriori, una obra que nunca pidió ser leída, pero que hoy nos interpela con fuerza.

¿Se puede ser artista sin querer serlo? ¿Qué ocurre con aquellas trayectorias que no encajan en la lógica progresiva de la carrera artística? La historia del arte, con su necesidad de nombres, fechas, etiquetas y estilos, suele omitir estas figuras. Carracedo, por elección propia, se mantuvo fuera de sus márgenes. Hoy, su regreso no es un ingreso al canon, sino una interrogación a sus reglas.


Pedagogía, diseño y archivos: las otras líneas de fuga

Carracedo no solo dibujaba, también enseñaba. También diseñaba. También archivaba. Y es en ese “también” donde se despliega una de las aristas más singulares de esta muestra: su capacidad para expandir la práctica artística más allá del cuadro, más allá de la obra única, más allá incluso del espacio expositivo.

La sección final de En la sombra de la abstracción no exhibe “obras maestras” ni piezas pensadas para ser miradas como tales. Muestra lo que queda cuando el arte se derrama sobre otras formas de vida. Tarjetas didácticas hechas a mano, proyectos de cortometrajes nunca realizados, borradores de logotipos de origen desconocido, estudios de lettering, bocetos de muebles de acrílico diseñados sin firma ni patente. En vez de consolidar una identidad artística cerrada, Carracedo parecía estar siempre ensayando formas: de enseñar, de aplicar, de colaborar, de experimentar. La línea, otra vez, como eje que une.

En el núcleo de diseño, destacan los fragmentos de un muestrario para una tienda de alfombras del conurbano bonaerense en los años 70. Diseños complejos, no figurativos, concebidos para ser ejecutados en casa por clientes que, como era de esperarse, prefirieron motivos más “decorativos”: montañas, animalitos, paisajes. Los diseños de Carracedo no se vendieron. Eran demasiado abstractos, demasiado exigentes, demasiado “otra cosa” para el mercado del hogar. Y, sin embargo, están ahí, como testimonio de un intento fallido de democratizar la abstracción sin domesticarla.

La pedagogía, por su parte, aparece como una extensión directa de su lógica experimental. Durante décadas enseñó en escuelas primarias y secundarias porteñas, sin replicar los modelos académicos que él mismo había rechazado en la Pueyrredón. Enseñó lo que quiso, como quiso. Armó sus propios materiales, pensó sus propios métodos. Muchos de los ejercicios que proponía —como los del punto y la línea— eran los mismos que él desarrollaba en su obra personal. No hay división entre arte y docencia: hay transferencia, eco, retroalimentación. Una pedagogía artística sin solemnidad, sin manuales, sin currícula estandarizada.

El archivo de Carracedo, lejos de ser un conjunto cerrado, aparece como una constelación de materiales dispersos, muchas veces sin fecha ni firma, sin destino de exposición. Cada hoja, cada carpeta, cada fragmento lleva consigo el gesto de alguien que no archivó para la posteridad, sino para sí. Como si ordenar y clasificar también fuese parte del trabajo artístico, no por acumulación sino por atención.

En ese sentido, la curaduría actual no solo expone obra: reconstruye procesos. Investiga, selecciona, restaura. Y en ese trabajo —lento, material, casi artesanal—, se vuelve evidente que Carracedo no fue solo un artista que trabajaba “en la sombra”. Fue también alguien que supo transformar esas sombras en capas de sentido: la sombra del diseño no comercial, la sombra de la docencia subvalorada, la sombra del archivo sin contexto. Todas, hoy, iluminadas.


Curar lo que no quiso ser curado

¿Cómo se monta una muestra de alguien que no dejó indicaciones? ¿Qué se expone de un artista que jamás pensó en exponer? ¿Con qué autoridad se organiza una narrativa cuando la vida y la obra del artista parecen haber evitado justamente eso: ser narradas?

En la sombra de la abstracción asume ese dilema y lo convierte en materia curatorial. Lejos de ficcionalizar una carrera, la curaduría de Marcela Astudillo opera como una arqueología afectiva. No intenta completar lo incompleto, sino rastrear sentidos posibles en lo que quedó. Ordenar sin domesticar. Nombrar sin clausurar. El recorrido no busca resolver a Carracedo, sino ponerlo en tensión: con su contexto, con su tiempo, con el presente.

Esa responsabilidad se vuelve más aguda cuando el artista ya no está. Carracedo no tituló sus obras, no las firmó, no dejó epígrafes ni instrucciones. Muchas de ellas fueron datadas por deducción: por el tipo de papel, por el grosor del trazo, por el tipo de tinta. La muestra no solo revela las piezas: muestra también el trabajo de reconstrucción. El trabajo invisible del archivo, de la conservación, de la edición. El trabajo colectivo que sostiene el acto de exponer a quien nunca se expuso.

Astudillo no oculta su posición. En las visitas guiadas lo dice con claridad: curar a Carracedo es también preguntarse si el presente tiene espacio para nuevos artistas que nunca entraron en el canon. No se trata solo de rescatar a un olvidado, sino de cuestionar las condiciones mismas del olvido. ¿Por qué algunas trayectorias desaparecen? ¿Quién decide lo que se recuerda? ¿Qué vidas estéticas quedaron fuera del relato oficial?

En ese sentido, la muestra funciona como un doble gesto: de visibilidad y de crítica. Por un lado, da a conocer un cuerpo de obra notable, riguroso, coherente, que merece circular. Por otro, se interroga sobre las lógicas que impidieron —y siguen impidiendo— que artistas como Carracedo tengan un lugar legítimo en la historia del arte argentino.

No es casual que esta muestra inaugure la nueva sede de la galería Towpyha. El cambio de barrio, de Balvanera a San Telmo, es también una reconfiguración de las coordenadas simbólicas. Carracedo, que no formó parte del circuito, entra hoy por una puerta distinta: no la del mercado, sino la del archivo. No la de la actualidad, sino la de la relectura. Y en esa puerta de entrada, la figura del curador se vuelve clave: ya no como mediador neutral, sino como editor activo, como escritor secundario de una historia que aún está en borrador.

Curar, en este caso, no fue seleccionar lo mejor, sino entender qué mostrar —y cómo— de una obra que no pidió ser vista. Es, en palabras de la propia curadora, “una tremenda responsabilidad”. Porque implica hablar por el otro. Pero también, y sobre todo, habilitar que esa voz interrumpida diga algo ahora.


¿Dónde se inscriben los artistas sin inscripción?

La historia del arte no está hecha solo de obras, sino de las condiciones que permiten que esas obras sean vistas, pensadas, recordadas. Carracedo no fue parte de ese relato. No porque no tuviera obra, sino porque eligió un camino que desobedecía todo lo que la historia suele exigir: visibilidad, circulación, firma, trayectoria. No buscó dejar huella, pero la dejó.

La muestra En la sombra de la abstracción no convierte a Carracedo en una celebridad póstuma. Hace algo más importante: lo inscribe en una discusión. ¿Qué hacemos hoy con las prácticas que no encajan? ¿Con los artistas que rechazaron el sistema y, por eso mismo, fueron rechazados por él? ¿Con aquellos cuya obra no aspira al aplauso, sino a una forma de rigor silencioso?

La crítica suele evaluar, clasificar, explicar. Pero hay veces —como esta— en que lo más honesto es reconocer que una obra no necesita traducción para conmover. Lo que conmueve de Carracedo no es solo su trazo, su geometría, su punto convertido en sistema. Es la obstinación con la que sostuvo su trabajo sin esperar nada a cambio. Es el hecho de que, incluso cuando el arte abstracto era objeto de burla y sospecha, él siguió dibujando. En papel reciclado. Por las noches. Sin taller. Sin mercado. Sin lugar.

Hoy, ese lugar se inventa. Se construye con archivos rearmados, con curadurías responsables, con críticas que no solo analizan, sino que también preguntan. Y la pregunta, en este caso, es doble: ¿cómo leemos hoy a los artistas del pasado que fueron excluidos? ¿Y cómo nos aseguramos de que, en este presente, no repitamos las mismas omisiones?

Carracedo no pidió entrar a la historia del arte. Pero si algo prueba esta muestra es que hay otras formas de escribir historia: más lentas, más justas, más atentas a las sombras. Porque las sombras no son ausencia. A veces, son el lugar más fértil para mirar.

This photo captures the overall atmosphere of the MAPA fair space during the event. The venue, characterized by its industrial architecture, is filled with attendees mingling and viewing the artworks. The setup includes several pieces of art displayed along the white walls of the gallery, illuminated by the venue's lighting, contributing to a vibrant and engaging atmosphere.

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